A veces leemos y no apreciamos el valor de las palabras. Y en ocasiones es mejor así, porque comprender algo en su sentido exacto no siempre es agradable y más cuando se trata de un tema relacionado con el sufrimiento en la vida y en la muerte.
Desde pequeño me gusta la poesía. Recitaba mucho la “Rima LXXIII” de Gustavo Adolfo Bécquer, con su emblemática sentencia: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! Ahora, producto del COVID-19, es que asimilo la intensidad y la tormentosa realidad de lo expresado por el extraordinario poeta sevillano.
En esta pandemia, he perdido varios seres queridos. Los he visto caer, levantarse, animarse y al final quedarse solos, en una unidad de Cuidados Intensivos; solos, sin notar que están en el mismo espacio con otros que también están solos, en un ambiente que es antesala de novenarios, donde ni la soledad se puede compartir.
Vivir solos es desgarrador. Me refiero a la soledad que se nos impone, la que es obligada, no a la voluntaria que buscamos y necesitamos, pues esta última es nutritiva para el alma, nos aleja del mundanal desorden, nos provoca trascender en el bien y, aun en la muchedumbre, mantiene nuestro cuerpo y espíritu en paz.
Si vivir solos es penoso, sin posibilidad de la compañía deseada, morir solos por igual debe serlo; es más, imaginar que moriremos solos de por sí puede atormentarnos. Eso, quizás, sentirán aquellos humanos entubados, de débiles pulmones, aislados de voces cotidianas y de la presencia y cariño de una madre, de un hermano, de un amor. La agonía y la incertidumbre no contribuyen a sanar.
Pero lo más doloroso es concluir que nuestros seres queridos querrán estar con nosotros de corazón; pero muchos no podrán, deberán llorarnos desde lejos, maldiciendo al coronavirus por nuestra muerte y por no despedirnos mirando nuestros ojos eternamente cerrados.
En determinados momentos es preferible no saber. Recuerdo a otro poeta, Rubén Darío, que en “Lo fatal” nos decía: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.
Y es que ya resulta angustiante entender aquello que recitaba inocente en mi niñez: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!
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