El bien común

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Primero vino Adam Smith con su Riqueza de las naciones (1776). Simplificándolo para que quepa en esta caja de 400 palabras: explica que el progreso de una sociedad depende de la búsqueda egoísta del propio interés sin controles. Esta búsqueda desmadrada del interés propio, sería la madre del progreso de todos. Smith reaccionaba contra monarquías e iglesias reinantes reguladoras de las ganancias con impuestos y normas. La Declaración de Indepen­dencia de los EE.UU., del mismo 1776, señala como uno de los derechos fundamentales del ser humano, “la búsqueda de la felicidad” propia según lo entienda cada individuo.

Karl Marx en su Capital (1867, Vol 1), crítica de la economía política, denunció las contradicciones hipócritas de la Inglaterra victoriana, orgullosa de la excelencia de su sistema legal, pero indiferente ante las condiciones infrahumanas en las que vivían los obreros, retratados en los clásicos de Charles Dickens. Marx y más tarde Lenin buscaron el remedio a las graves injusticias de la socie­dad del liberalismo en colocar todos los medios de producción y amplios aspectos de la vida huma­na bajo el férreo control de la dictadura del proletariado, dueña del Estado a través de su mesías salvador, el partido comunista, ángel exterminador de toda iniciativa privada; como no sea marchar, vocear consignas y aplaudir con entusiasmo.

Con dos guerras mundiales en las costillas y emergiendo entre los escombros del nazismo y la sangre del stalinismo represor, Pío XII postuló el tercer principio de la Doctrina Social Católica (DSI): el Bien Común. Se apoyó en veinte siglos de tradición. Se trata de ” el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (según Gaudium et Spes 26).

Así aclaraba: primero, que la democracia y la iniciativa privada son palabras ridículas para quien vive en condiciones infrahumanas. Segundo, que una sociedad justa no se reduce a un paraíso futuro, sino que ya desde ahora es algo a buscar por propia iniciativa y por las asociaciones. Tercero, el Esta­do debe garantizar el conjunto de condiciones de la vida social, pero no puede sustituir el esfuerzo de las personas y de las asociaciones.

Con “el sálvese quien pueda”, ni podemos, ni nos salvamos.

 

El autor es Profesor Asociado de la PUCMM, mmaza@pucmm.edu.do

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