Poco tiempo después, pasé también algunas semanas en Imbert de Puerto Plata. El Párroco era el padre Juan de la Cruz Batista, pero el que nos atendió y nos llevó al lugar de trabajo fue el padre Pascual Torres, a quien me tocó sustituir años después, como sacerdote en la Zona Pastoral de Imbert. A Gonzalo Trejo y a mí nos tocó Bajabonico Arriba y zonas aledañas; a Diómedes Espinal y a Isidro Toribio les tocó en el vecino Palmar Grande, de Altamira, en donde encontraron a Leo Bravo, a quien ellos llamaban el secre (secretario); al llegar yo como obispo de Baní lo encontré en Calderas, pues dos de sus hijos eran marinos; así comenzó a trabajar en la Casa Tabor (residencia del obispo en Baní). Gonzalo y yo nos alojamos en casa de Doña Higinia, la viuda de Félix Henríquez. Desde ahí visitamos todas las casas, una por una, invitando para los encuentros que teníamos por las noches en la capilla.
El día de llegada hablamos bastante con Antonio, apodado yomimo, en el kiosco que estaba frente a la casa de Félix. Creo que él mismo nos contó el motivo de su apodo. En tiempos de Trujillo, de repente se encontró con la guardia y, como no tenía los documentos requeridos (los tres golpes: Cédula, palmita o carnet del Partido Dominicano, y carnet del servicio militar), al preguntarle su nombre, éste contestó: “Yomimo” (es decir, yo mismo); le preguntaron varias veces y contestó del mismo modo. Los guardias pensaron que estaba loco, y lo dejaron.
Supimos que Don Félix Henríquez estuvo a punto de tener problemas con Trujillo, pues criaba caballos de raza, y Trujillo o alguien en su nombre mandó que le regalara algunos de los mejores. Félix les dijo que no; pero se le acercó un amigo diciéndole si no sabía el riesgo que corría él y su familia al negarle algo a Trujillo; y Félix decidió enviarle los caballos.
Dicen que ya los emisarios iban por Bonao cuando los alcanzaron. Esto mismo solía pasarle a Leonel Gómez, de Canca La Reina, criador de caballos: los mejores tenía que obsequiárselos a Trujillo. Daba gusto ver a Leonel en sus caballos de paso fino.
En la temporada que pasé en Bajabonico Arriba, todavía venían a dormir muchísimas garzas blancas, en los árboles de la orilla del río Bajabonico, frente a la casa de Félix Henríquez. Algunas de esas garzas y de esos árboles andan por ahí, en mis poesías.
En esos días conocí a Tomasa Silverio, gran hija de la Iglesia, lo mismo que a José Inés Trejo, a Domingo Trejo y familia, a la familia Trejo Martínez y a muchos buenos hijos e hijas de la Iglesia. Del lugar llamado Los Trejo saldría mi prima Rosalba Trejo Martínez, religiosa del Perpetuo Socorro. Y de este linaje de los Trejo saldría luego un sacerdote: Pedro Pablo, hijo de mi amigo Pedro Trejo.
Cuando volví como sacerdote a la Zona de Imbert, en una ocasión entraba a toda prisa a la sacristía a buscar una estola para ayudar en un acto penitencial. En la puerta me detuvieron unas jóvenes; yo las saludé, pero ellas se dieron cuenta de que yo no las estaba conociendo. Me preguntaron que quiénes eran ellas. Al ver que yo no sabía, me dijeron: este no es Freddy; nos lo cambiaron. Entonces yo dije: son de las Trejo. Pero ya era tarde: mi sinceridad había herido la sensibilidad de las damas. Una de ellas era Rosalba, quizá también su hermana Mery y algunas de las hijas de Domingo Trejo. Poco después me perdonaron el olvido.
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