La más reciente novela del laureado escritor y premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa lleva por título “Tiempos recios”. No es objeto del presente artículo comentar la misma, por lo demás muy interesante, inspirada en la turbulenta política latinoamericana de mitad del siglo pasado, sino reparar en el hecho de que, según reconoce el autor, el título de su obra es una expresión de la gran Santa Teresa de Ávila, la cual exclamara ante las ingentes dificultades de su siglo y que, en su caso, fueron tan continuas y mortificantes: ¡Nos ha tocado vivir en tiempos recios!
La expresión no puede ser más apropiada para definir la singular situación en que vivimos con la emergencia de esta terrible pandemia. La misma nos toca de diferentes maneras y con particulares acentos. Los mensajes nos llegan hasta saturarnos y, triste es confesarlo, en no pocas ocasiones con un tinte trágico y apocalíptico, acentuándose así hasta niveles patológicos nuestros miedos y ansiedades.
Estamos, sin alguna duda, ante el surgimiento de una crisis. No una crisis cualquiera, sino que por sus peculiares características podemos definirla como una crisis sistémica, pues la misma ha impactado, impacta e impactará sensiblemente en todo el devenir de la humanidad actual.
Como nos señalan los pensadores Edgar Morin y Patrick Viveret: “las crisis agravan las incertidumbres, favorecen los interrogantes; pueden estimular la búsqueda de nuevas soluciones o, por el contrario, provocar reacciones patológicas” (Cómo vivir en tiempos de crisis. Editorial Icaria, Barcelona, 2010. Pág. 15).
Pero conviene, al propio tiempo, no olvidar que en sus orígenes el ideograma chino asigna al vocablo crisis un doble significado: peligro y oportunidad. La modesta pretensión de este artículo es motivar la reflexión sobre este último aspecto de la crisis que nos ha sobrevenido. Comparto algunas ideas, a título preliminar.
1.- Abiertos a la incertidumbre y a lo desconocido. Un minúsculo como invasivo agente viral nos ha trastocado las agendas; nos ha modificado y aplazado muchos planes; nos ha hecho cada vez más conscientes de que lo imprevisto e inimaginado puede ocurrir, demandando de nosotros nuevas y pertinentes respuestas, despertando facultades dormidas o desconocidas y dotándonos de más coraje y templanza para hacer frente a la adversidad.
2.- Vivir es reconocernos frágiles y vulnerables. Por sobre las diferencias accidentes de cualquier naturaleza, al reconocernos como tales, crece en nosotros la conciencia de lo que tenemos en común: ¡nuestra humanidad!
3.- Vivir es cultivar la compasión y la solidaridad. Salvo excepciones, la pandemia del coronavirus nos va descubriendo tanto en el mundo como en nuestro país tantos gestos hermosos de nobleza, desprendimiento y solidaridad. ¿No es este un signo verdaderamente esperanzador en medio del desconcierto?
Desde esta perspectiva, como en algún momento afirmara Edgar Morin, anteriormente citado, “no estamos ante el fin del mundo sino ante el fin de un mundo”. Un mundo que por sobre la competitividad privilegie la cooperación; que sepa distinguir lo urgente de lo que de verdad importa.
A este respecto, vienen a mi memoria, al momento de redactar estas reflexiones, aquellos hermosos fragmentos de la poesía de John Donne, escrita en 1624 y en los que encontró inspiración Hemingway para dar título a su hermosa novela “Por quién doblan las campanas”:
“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente,
una parte del todo.
Si el mar lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida
Como si fuera un
promontorio
O la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona
es una isla;
La muerte de cualquiera
me afecta,
Porque me encuentro unido a toda la humanidad.
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