Isaías fue profeta en tiempos de Acaz. Él mismo nos cuenta, en el capítulo 7 de su obra, cómo el inicuo rey Acaz, atacado por dos ejércitos, quería entrar en una peligrosa alianza con los asirios, la gran potencia de la época. Isaías le ofrece un signo, pero Acaz, como muchos arrogantes, sólo confía en sus cálculos. El signo del profeta es frágil: una muchacha joven ahora está encinta, espera un niño que llevará por nombre, Emmanuel, “Dios con nosotros”.
Mateo, y con él toda la primera Iglesia, ha visto en la muchacha joven, a la Virgen María. Mateo (1, 18–24) también nos narra la situación angustiosa de José: “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto.”
El Señor se ocupa de que José interprete de una manera radicalmente nueva su situación y le comunica a José que “la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.”
En cada nacimiento, hay un San José, para recordarnos que todo creyente, hombre o mujer, hace la experiencia del grupo de José, “el grupo que busca al Señor” (Salmo 23).
José vivió como nosotros en un mundo de grandes poderes. José y nosotros siempre estamos tentados de fiarnos como Acaz “de los ídolos” y de los poderes que aparentan regir los destinos de la historia y de los pueblos.
José nos invita a creer que en el hijo de María, “Dios está con nosotros” para salvarnos del mal y sus designios de muerte.
Como Acaz, usted puede quedarse en sus cálculos, o creer como José que en Jesús, Dios nos ofrece la oportunidad gratuita y única de vivir una vida diferente.
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