Si de rigor se trataba, el Padre Uranga no se quedaba atrás; los demás también, pero especialmente él. En sus clases no se perdía un minuto (ni para cantarle cumpleaños feliz). Se ponía rojo a veces (dicen que sufría de úlceras estomacales).
Preguntaba mucho en clases; a mí me decía mientras se restregaba las manos: A ver, Sr. Bretón… (con la n final bastante palatalizada). Todo esto a un jovencito que todavía traía cadillos en el pantalón. Pero con él me fue muy bien, gracias a Dios. También estimulaba bastante Miguel Sáez. A éste le hice un trabajito de Filosofía –iniciando el primer año– sobre el sentido de búsqueda del ser humano. Le gustó y me puso una nota al pie del mismo, pidiéndome que lo conservara. Estas cosas ayudan.
No me fue mal en filosofía, pero al menos mis calificaciones fueron mejores en teología; quizá me descuidé un poco en la filosofía, aunque en verdad me sentí más a gusto en el estudio de la teología.
Recuerdo que cuando llegué al Mayor, me impresionó el ruido de los vehículos en la Lincoln, que era entonces mucho más empinada hacia la 27 de Febrero, por lo que se requería mayor aceleración. Hasta de noche se escuchaban, mientras que en Licey sólo se oían mosquitos a esas horas.
Acabando de llegar al Mayor pasé por lo que llamaban el túnel, que era un paso vehicular por debajo del segundo piso del ala norte del Seminario, en lo que ahora son los parqueos de la PUCMM, recinto Santo Tomás de Aquino. Esta parte del edificio mostraba ser de inferior calidad que el resto del mismo; la razón, según me explicaron, era que fue construida por los mismos seminaristas, en cuya tarea se destacaba el seminarista Juan de la Cruz Batista. Esta parte fue luego demolida para dar paso al referido estacionamiento.
En esta área estaba ubicado el colmado del Seminario. Al pasar por ahí vi un grupito de seminaristas, en corro alrededor de uno que hablaba fuerte. Oí claramente que éste decía: “Pues a mí, la pastoral que me gusta es con prostitutas…”. Creo que hasta entonces yo no había conocido a ningún puertorriqueño, y éste pronunciaba una r gutural muy fuerte. Lo que pensé en el momento fue que “¡Caramba!, hay gente valiente en este Seminario”.
Ni por asomo sospeché que me encontraba delante del que sería uno de los casos más pintorescos y hasta dramáticos del Seminario Mayor. Como todo alrededor del Seminario era montes y, para completar el cuadro, el fornido joven era, además, pirómano: él mismo metía fuego a todo, llamaba a los bomberos y luego los ayudaba diligentemente a aplacar el infierno por él creado.
Ese mismo joven (pero no mucho) que ahora veía, fornido y en bermudas, llegaría a ser ordenado presbítero en su tierra. Luego de ser removido de una parroquia, volvió un día a la misma, a la hora de la Misa más concurrida, subió al coro y se lanzó hacia el pasillo central de la iglesia, quebrándose las piernas… (Y es solo parte de la historia).
Para no mencionar más las prostitutas diré que, en esos tiempos, un seminarista –muy buena persona– fue con otros compañeros a entrevistar a unas prostitutas (¡O sancta simplicitas!); se trataba de completar un estudio con esta investigación de campo. No pudo lograr su objetivo, pues en cuanto explicó el motivo de su visita a una de las damas, ésta le dijo: “Déjate de cosa. Yo sé lo que tú buscas”. Y los jóvenes tuvieron que abandonar rápidamente el lugar. La noticia corrió por todo el Seminario. Doy fe de que el joven entrevistador es buena persona, hasta la fecha.
¡Cuántos buenos compañeros tuvimos en esos tiempos! De la Capital eran Gabriel Read, José Chez Checo, Normando Feliz Mustafá (oriundo de Barahona), Víctor Delancer, Ezequiel Valdez, Salvador Encarnación y Julio César Zayas (oriundos de San José de Ocoa), Salvador Tavárez…; del Sur eran Julián Zapata Pimentel (Baní), José Heredia, Guillermo Pérez… Había gente intelectualmente muy capaz; Chez Checo además de inteligente era metódico, disciplinado.
Un día me senté con Zayas en un banco de cemento de los que miraban hacia la Lincoln y no sé cómo llegó la conversación al tema del desenvolvimiento económico de los seminaristas; en cuanto a mí, a él le parecía que yo era de familia rica.
Cuando le pregunté por qué creía eso, me dijo que por la manera como vestía. Se rió de buena gana cuando le expliqué que todo lo que usaba eran panchos, como se decía entonces; cosas regaladas, e incluso usadas.
El amigo Zayas era un hombre inteligente y, además, un estilista del baloncesto.
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