Seminarista

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Entrega No. 9

 

Era muy positivo el hecho de que los Formado­res estaban pendientes de uno. En mis primeros años de Seminario Menor me llamó uno de ellos –magnífica persona– y me dijo que me notaba triste. Le dije que así me sentía, un poco desa­nimado. Me dio sabios consejos, agregando que tuviera cuidado no fuera yo a quedarme en uno de esos bajones. Después de esto, me veía y me decía lo mismo respecto a los bajo­nes. Así pasó buen tiempo, de modo que ya estaba yo en el Seminario Mayor, y conti­nuaba con el mismo recordatorio. Hasta un día en que pasó por el Seminario Mayor y nos encontramos en la recepción, por los lados del hermano Ocerin. Apenas me saludó volvió a mencionarme el asunto. De inmediato le dije que si no tenía algo más positivo que referirme. Fue así como dimos debida sepultura a la mención de los bajones.

Varias actividades del seminario San Pío X se hacían de forma conjunta con la Escuela Normal Prof. Núñez Molina, ubicada frente al Seminario. A las Misas dominicales íbamos todos uniformados, y del mismo modo acudían los alumnos de la Núñez Molina, encabezados por el Profesor Tejada, su Director; en el Seminario llegamos a ser 135, y creo algo menos que eso tendría la Escuela.

Santos Payano, con ropa impecable y zapatos bri­llantes, ensayaba los cantos antes de la Misa (tenía li­geramente golpeado uno de los arcos superciliares, a causa de una patada de mulo, según recuerdo; era de La Romana). Más adelante se encargaría Tomás Bello, maestrillo. Pero un día llegó la hora, y Tomás no pudo bajar a la capilla; llamó a Víctor García y le pidió que dirigiera los cantos, ya que él estaba ligeramente indispuesto. La razón la supimos luego: alguien le había obsequiado un chocolate, que no era más que Exlax, un producto laxante que acababa se salir al mercado…

Para Navidad solía ha­cerse también un acto en común con el Colegio. En uno de ellos fue maestro de ceremonia el profesor Pedro Eduardo. Al parecer, se emocionó en un momento y se trabó: Por más que lo intentaba, no le salía la pa­labra pu­lular, queriendo decir, en esta noche en que pululan las estrellas… Lo recuerdo bien porque en ese mismo acto me tocó leer algo que escribí sobre la Navidad, que sería mi primer intento de poesía. A partir de ahí el profesor Víctor Rondón me llamaría el poeta de la media voz (creo que después oí algo así, aplicado al bardo puertoplateño Juan Lockward).

El barbero oficial del se­minario era Abigail Ureña, quien con su esposa Efigenia, participaba en la Parroquia y también en la misma coope­rativa que papá, en Licey, fundada por el Padre Pablo (Harvey) Steele, a cuyas reuniones asistía yo con papá. (No sé si sería por los duros bancos de madera de la cooperativa o por la extensión de las benditas reuniones, pero lo cierto es que casi siempre yo terminaba aventado del vientre, lo que es bastante incómodo. Pero la sorpresa mía fue oír a mi hermano Constantino diciendo que le pasaba lo mismo). Félix García, padrino de Constan­tino, era de los principales en el movimiento cooperativo y gran catequis­ta. Oriun­do del Sur, según él mismo me dijo, su familia se radicó luego en Constanza, para pasar de ahí a Licey al Medio. Como se sabe, sin haber pasado por un seminario, Félix llegó a ser sa- cerdote y realizó una fructífera labor durante su largo ministerio. Le agradezco que, como a otros tantos, siempre me distinguió con su cariño.

Antes del recorte, Abigail siempre preguntaba: “¿La quiere término me­dio?” Se refería a la recortada. Lo cierto es que –contestara uno lo que contestara– daba el recorte para que durara. Fausto Mejía tenía una moñita intocable, estilo Elvis Presley y le costó trabajo preservarla. Yo, que antes de ingresar al Seminario recortaba gente en mi vecindario, tuve también algunos clientes entre los seminaristas; uno de ellos fue Lépido, de Restau­ración (Dajabón). Pero perdí este cliente por no respetarle una puntiaguda moña que usaba. Mi cliente más fiel era mi amigo Yoshiro Yanai (de los japo­neses de Jarabacoa; son inolvidables los paseos a Salcedo y a otros lugares en la enorme moto de su hermano. Pero con César Mullix me fui en la cola de su Honda 90, ¡desde Licey a Las Pascualas de Samaná!). Mis tijeras eran de las que dese­chaban los barberos de Santiago (Solingen, Reina de los barberos…) y las navajas también. Mi tío Bienvenido Bretón las compraba y les recortaba las puntas gastadas, y yo las usaba. No era siempre fácil, sobre todo con el pelo bien firme de mi amigo japonés. Cobraba 25 centavos por recortada, los reunía y los enviaba religiosamente a mi casa.

 

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