Otro de los toros me causó algún contratiempo. Don Polín Pérez, de Los Hidalgos (Mamey) ofreció uno y el Padre Fello tenía que ir a buscarlo. Era verano y no había seminaristas en el Seminario. Estábamos Lino Rojas y yo, porque éste me estaba ayudando a pasar a máquina (todavía yo no había empezado mis ejercicios de a-s-d-f-g… para aprender a dominar este artefacto), un trabajo que yo debía entregar al día siguiente. El Padre Fello me invitó a acompañarlo a Mamey. Lino no podía acompañarlo y me esperaría para terminar el trabajo a mi vuelta.
Le expliqué al Padre que debía volver a tiempo. Me dijo que así sería. Resultó que el toro estaba en Estero Hondo y no en Mamey, es decir, mucho más allá. Llegamos hasta La Ensenada e incluso vimos los matorrales en donde los expedicionarios del 14 de junio del 1959 guardaron sus latas de conservas. Vimos también las palmeras con grandes perforaciones. Volvimos a pasar por la casa de Polín Pérez, y cuando pensé que salíamos hacia Licey, una hija de éste, que se casaba en esos días, quiso hablar con el Padre Fello; pasearon para allá y para acá, hasta que yo me desesperé y tuve la osadía de hacerle una seña al Padre (que no le gustó para nada).
A las tantas salimos para Licey. Lino se había ido y tuve que terminar el trabajo a mano. Se trataba de una especie de ensayo sobre el libro Un cura se confiesa, de José Luis Martín Descalzo, con el que esperaba ganar un concurso. El premio era un gran Diccionario Filológico (Martín Alonso: “Ciencia del lenguaje y Arte del estilo”). Organizó el concurso Zenón Díaz, profesor de Preceptiva Literaria. Yo casi me imaginaba tener el Diccionario en las manos cuando nos avisaron que a Zenón lo habían enviado a Roma a estudiar y no había dejado ni memorias; para total decepción nuestra, nadie supo dar razón del dichoso concurso.
En el seminario se formaban grupos, más o menos espontáneos, que hacían mucho bien. Para los mayores, estaba la Legión de María (antes de entrar en el Seminario yo pertenecía a un praesidium juvenil, promovido por mi tía Beatriz).
En el Seminario, participaba en la Milicia Juvenil Seminarística (Mijuse), grupo promovido por el Padre Vinicio Disla, en el que compartíamos experiencias y algún texto de la Sagrada Escritura. (Nótese el nombre, bastante preconciliar). Pertenecían también a este grupo Luis Federico Cruz, Daniel Franco, Fernando Francisco y alguno más.
Participé también en otro grupo para el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia, especialmente a partir del libro Lo social y yo, de Giner-Aranzadi, sumamente didáctico; preparábamos los temas y luego los exponíamos al grupo: trabajo, capital, empresa, bien común, sindicato, justicia…
Había también otros grupos más bien espontáneos, dirigidos a veces por alguno de los seminaristas de más edad, como era un grupo de los menores o algo así, que dirigía Fausto Mejía. Pero yo no cualificaba para ese.
Fundamos un periodiquito llamado Rayo, dirigido –según creo– por Parménides Matos. Lo imprimíamos en el mimeógrafo de alcohol del Seminario, cuyo olor era muy característico. Yoshiro (Pedro) Yanai, se encargaba de la parte gráfica. Yo publicaba en él alguna cosa. (A propósito de mimeógrafo de alcohol, no olvido que en este tiempo visité un día a uno de los Formadores y me enseñó una hoja de papel impresa a mimeógrafo que tenía escrito un trozo de un artículo publicado por Juan Bosch; tenía subrayada una frase que decía –más o menos–: Lenín fue un buen gobernante porque supo mantenerse en el poder).
En el Seminario Mayor tendríamos luego la Revista Perspectivas (cuya publicación había sido descontinuada) que dirigieron Puro Blanco, José Chez Checo y hasta yo mismo; era algo muy sencillo, impreso también a mimeógrafo, pero de tinta. Por un tiempecito inventé también un periodiquito mural llamado Brecha, con un gran ojo asomando por una parte rasgada en el centro de una cartulina; y otro llamado Cadillos, cuyo nombre estaba escrito con las varitas espinosas de la misma planta. No sé si alguien más que yo recordará que existieron.
En cuanto a asignaturas debo decir que he suspendido (se me ha quemado) una sola en toda mi vida, y fue matemáticas de octavo. El profesor era Teódulo Olivo (a quien agradecimos, además, que nos acompañara –muchos años después– en el entierro de mi padre, 12 de diciembre de 1993).
La mayoría de nosotros tenía grandes deficiencias en esta área. El profesor ponía un problema en la pizarra, e iba pasando cada alumno y quedándose de pie a un lado del aula: alguna vez sucedió que nadie, excepto el profesor, sabía resolver el problema.
Después que suspendí, cambié mi preciada colección de sellos postales por la Aritmética de G. M. Bruño, pues no tenía el libro de texto. Pasé todo el verano estudiando matemáticas para tomar el segundo examen, y me fue bien, gracias a Dios. De ahí en adelante jamás suspendería ni matemáticas ni asignatura alguna.
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