Desde que recuerdo

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En uno de mis viajes a La Reina fue que vi la pri­mera persona muerta; Mer­cedes, la mamá del buen amigo Américo (Morao), hijo de Moro Guzmán. A ésta le habían hecho tra­queotomía y le habían cu­bierto el agujero en la base de la garganta con hojas de anamú; toda la habitación tenía ese olor fuerte. Para mí, todavía ese olor va asociado a tal circunstancia.

Ese día es inolvidable, ade­más, porque yo andaba estrenando unas botas que me compró papá en el mercado público de Santiago; no sé si costaron algo así como cincuenta centavos. Estaban colgadas en una soga de cabuya. Se veían bonitas, de color negro, sólo que algo tostadas. Cuando llegamos a casa, después de ir al velorio de Mercedes, ya casi oscureciendo, dijo mi madre: “No hay azúcar para mañana”. Tuve que ir yo sólo a la pulpería, donde Franciquito. La carretera estaba recién encascajada, a causa de las excavaciones en busca de petróleo, en La Mina, y había llovido bastante. Mis flamantes botas se mojaron y, como la suela era mala, enseguida se esponjó; por eso mismo se le pegaba el cascajo, lanzándolo hacia atrás, según cami­naba.

Como yo sólo tenía en mi mente y en mi nariz a la difunta que acababa de ver, y oscurecía ya, no era el cascajo que sonaba, sino un muerto detrás de mí. Nunca había hecho un mandado más rápido que ese día. En cuanto a las botas, se les cre­cía la suela siempre que llovía y, como le sobraba una especie de chemba o jeta hacia fuera, yo se la recortaba con un cuchillo. Naturalmente, no fue muy larga su existencia, y terminaron siendo más coloradas que negras.

Una vez estaba la escuela de La Reina en reparación, por lo que el profesor Pedro Martínez impartía las clases en la enramada de Doña Crucita, al lado de la iglesia de la Reina de los Ángeles. Ahí me sucedieron dos percances. Uno fue que me en­viaron unos zapatos desde Santiago; piel marrón con suelas de goma roja, una belleza. Era de los que usaban en los colegios del pue­blo (o sea, de la ciudad). Me los puse de inmediato y me fui para la escuela; me senté y traté de disimular los pies debajo del pupitre, pero no hay ojos más curiosos que los de muchacho. Comen­zaron a decir: ajo…, Freddy, zapatos nuevos. Hasta que notaron que el taco estaba bastante gastado, y no sólo eso, sino que –por alguna condición anatómica del propietario original– los tacones estaban gastados ha­cia adentro. Los muchachos comenzaron a preguntar acerca de eso tan extraño, pues yo los gastaba hacia fuera, como es común. En fin, tuve que declarar abiertamente que el muerto era gambado.

El otro percance fue que, estando todos sentados como podíamos en dicha en­ramada, se me escapó un gas importuno, algo sonoro (yo lo creí estruendoso); seguro que hubo alguna reacción del grupo, pero no la recuerdo. Lo que recuerdo bien es que al día siguiente dije en mi casa que no iba para la escuela. Pero para mis vie­jos, no había excusa vale­dera, salvo algo muy grave. Así que, tuve que asistir a la escuela. Llegué creyendo que me soplarían hasta fotutos, pero nadie me dijo nada. (Parece que era cuestión más bien subjetiva).

Recuerdo condiscípulos y condiscípulas de ese tiempo: Virgilio, Américo (Mo­rao), Mercedita, Alejita, María Peña, Violeta, Fiorda­lisa, Roberto y otros. En ese tiempo se acostumbraba in­tercambiar correspondencia con alumnos de otras escuelas, supongo que para socia­lizar y para mejorar el géne­ro epistolar. A mí me tocó una alumna, creo que de La Ceiba; ambos teníamos letras bastante feas.

Que yo recuerde, creo que asistiendo a esta escuela fue que supe, más o menos, lo que era estar enamorado. Enfermó una joven (no diré ni nombre ni enfermedad, por si acaso), debiendo faltar a la escuela. La eché de menos y me dijeron la ra­zón. Fue la primera vez que pasé la noche casi en vela: no hubo manera de conciliar el sueño después de esa noticia. (No espere el siguiente capítulo, que no lo hubo).

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