Padre Miguel Marte 

Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables. (Sabiduría 7, 7-11).

Se trata de un fragmento del llamado “elogio de la Sabiduría”, que comprende los capítulos 7 y 8 del libro que lleva ese mismo nombre. En estos versículos el autor pone en labios de Salomón una oración pidiendo Sabiduría. Con ella recrea aquella ocasión en que el hijo de David, al ser elegido rey, fue a un santuario a pedir Sabiduría para poder gobernar al pueblo. Allí pidió un corazón sabio (1Re 3,9). En nuestro texto, el orante prefiere la Sabiduría a todos los bienes materiales que el poder lleva consigo. La Sabiduría sobre todo se recibe, aunque haya que pedirla. Pedirla es ya un acto sabio: el hombre reconoce que por sí mismo no puede alcanzar todo lo que busca.

La Sabiduría tiene que ver con el cultivo de las cualidades auténticamente humanas y espirituales, especialmente la prudencia. Sabiduría y prudencia son dos maneras de referirse a lo mismo: un saber práctico y vivencial que brota de las cosas sencillas y la cotidianidad de la vida. Este saber se puede desdoblar en tres aspectos: saber pensar, saber interpretar y saber actuar. Son estos pasos necesarios para tomar buenas decisiones al orientarnos en la vida.

La Sabiduría encuentra sus cimientos en la interioridad personal y silenciosa.  Es enemiga del ruido y de la masa. Nos ayuda a encontrar un sentido duradero enraizado en el mismo interior de la persona. Para cultivarla, calma y sosiego son indispensables. Un pensamiento de Ortega y Gasset viene a cuento: “Camina lento, no te apresures, que el único lugar a donde tienes que llegar es a ti mismo. Llegar al conocimiento de sí mismo es la mayor muestra de sabiduría. “Conócete a ti mismo”, ya era una máxima en el pensamiento griego antiguo. Luego vendría el ahondamiento en el misterio insondable de lo divino. El mayor de los tesoros es una vida con sentido y la búsqueda de una felicidad que traspasa toda materialidad.

Los antiguos hablaban de asombro terapéutico para referirse a la fuente del saber. Un asombro sanador de las angustias existenciales que pretenden atrapar al ser humano en el recinto de su propio dolor. La Sabiduría viene siendo el premio a la búsqueda perseverante. Marco Aurelio, uno de esos sabios antiguos, pero ya en el ámbito romano, nos dice: “En ninguna parte puede hallar el hombre un retiro tan apacible y tranquilo como en la intimidad de su alma”. La clave es interior. “En el interior del hombre habita la verdad”, decía san Agustín. Allí habita el Misterio. La frase completa dice: “No te vayas fuera. Regresa a ti mismo, porque en el interior del hombre habita la verdad”.

El sabio hebreo, distinto al griego, supo unir el corazón a la mente, por eso su sabiduría se abre a la fe sobrenatural y a lo cotidiano de la vida humana. Un saber que brota de la vida misma y se aposenta en el corazón de la persona. Para el sabio hebreo la sabiduría es un medio del que Dios se sirve para estar con el ser humano. 

Nada extraño que Salomón pida “un corazón que escuche”. El sabio bíblico entiende que todo es manifestación de Dios, por eso “escuchar” está referido siempre a Dios. Se escucha su Palabra y se escucha el lenguaje de la naturaleza, ese otro libro que nos habla del Dios creador.

Un punto en común entre la cultura griega y la sabiduría hebrea: “la sabiduría es la que libra al ser humano de la ignorancia y los vicios esclavizadores, origen de todos los males y campo de cultivo de la infelicidad, que nos afecta a nosotros mismos y a los demás”.