Precisamos cultivar la inteligencia espiritual

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Durante muchos años crecimos con una visión sesgada, y por tanto incompleta, del concepto de inte­ligencia. El énfasis estuvo centrado en considerar que inteligencia era equivalente a muchos conocimientos, de suerte que, a fines de determinar si alguien era inteligente o no, bastaba con aplicar un test que midiera su coeficiente intelectual.

Con el paso del tiempo, felizmente, esta visión estrecha de defi­nir la inteligencia fue superada gracias, especialmente, a la teoría de las inteligencias múltiples plan­teadas por Howard Gardner y su va­lioso equipo de investigadores de la Universidad de Harvard, quienes han llegado a tipificar 8 tipos fundamentales de inteligencia, a saber: lingüístico-verbal, lógico-matemática, viso-espacial, musical, corporal-cinestésica, intrapersonal, interpersonal y naturalista.

Gracias a estos valiosos y consistentes planteamientos científicos, cambió radicalmente la pregunta en torno a la inteligencia. Ya no se trata de establecer una radical separación entre quién es inteligente y quien no lo es; antes bien, se trata de especificar qué o cuales tipos de inteligencia poseemos, e incluso determinar las combinaciones que de las mismas podamos tener de cara al eficiente desempeño en las diversas tareas que nos corresponda asumir.

Conforme a la teoría de las inte­ligencias múltiples, tan inteligente es el mecánico que nos arregla el vehículo (inteligencia mecánica) como el pianista que nos deleita ejecutando una sonata de Chopin. Tan inteligente es el que sabe relacio­narse adecuadamente con los demás como quien sabe resolver una ecua­ción o explicar un teorema.

Gracias a los planteamientos del destacado Psicólogo de Harvard Daniel Goleman, se hizo famoso en los círculos académicos y científicos el concepto ya popular de Inte­ligencia Emocional. De nada sirve poseer muchos conocimientos si al final del día no sabemos manejar nuestras emociones; si no sabemos respetar a los demás y comprender y sintonizar con sus sentimientos; si no sabemos autocontrolar nuestra ira y no llegamos a tomar consciencia de cuales son las fortalezas y debilidades de nuestro carácter. En otras palabras, que en la vida pode­mos encontrarnos con superdotados que al propio tiempo carezcan de las más elementales habilidades para una constructiva interrelación con los demás, padeciendo de lo que se conoce como “analfabetismo emocional”.

En la actualidad, se ha acuñado un nuevo concepto, que trasciende tanto la inteligencia cognitiva como la inteligencia emocional, concepto que, desde luego, no margina ninguna de las dos como tampoco ninguna de las ocho tipificadas por Gard­ner. Antes bien, las engloba y tras­ciende. Me refiero al concepto de “Inteligencia Espiritual”.

El mismo ha sido acuñado por la Psiquiatra Dahar Zohar, de la Uni­versidad de Oxford y el Dr. Ian Marshall, Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Londres.

Conforme sus planteamientos, citados por Torralba, “la inteligencia espiritual complementa la inteli­gencia emocional, y la faculta para afrontar y trascender el sufrimiento y el dolor, y para crear valores; da habilidades para encontrar el signi­ficado y el sentido de nuestros actos”.

Ambos científicos arribaron a la conclusión de que aquellas personas que desarrollan una determinada práctica espiritual o sienten interés en conversar sobre el sentido global de sus vidas, presentan oscilaciones de hasta cuarenta megahercios a través de sus neuronas. Las referidas oscilaciones recorren todo el cerebro, pero presentan un énfasis marcado y más estable en el lóbulo temporal. Es decir, la inteligencia espiritual “activa las ondas cerebra­les permitiendo que cada zona especializada del cerebro converja en un todo funcional”.

En dos próximas entregas, basados en el libro “Inteligencia Espiri­tual” de Francesc Torralba (Plata­forma Editorial, Barcelona, 2010), nos referiremos a varios aspectos sustantivos de esta nueva dimensión de la inteligencia cuyo cultivo revis­te en la actualidad tanta significa­ción de cara a los grandes desafíos que afronta nuestro mundo y la gran crisis civilizatoria en la que nos en­contramos sumergidos.

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