Así dice el Señor: “Comentáis: “No es justo el proceder del Señor.” Escuchad, casa de Israel: ¿es injusto mi proceder?, ¿o no es vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá.” (Ezequiel 18, 25-28)
Dos temas sobresalen en este pequdad personal de cada uno respecto a su vida y destino. Así, la responsabilidad corporativa ante el mal cometido queda superada por la obligación de hacer frente, de manera personal, a las consecuencias del comportamiento asumido. Cada persona es responsable de su propio pecado. Tanto el arrepentimiento como la conversión son un asunto personal, cuyo fruto lo es igualmente. La responsabilidad y la conversión personal aparecen aquí como elementos esenciales de la moral del creyente. Hasta este momento en el imaginario popular predominaba la idea de que los hijos pagarían por los pecados de sus antepasados, en una especie de retribución colectiva (¿retribución genética?). Lo que importa ahora es la manera como cada individuo asume su propio camino vital.
Esta nueva visión, el paso de la culpa corporativa a la culpa personal, es importante porque con ella el profeta Ezequiel está echando por el suelo un pensamiento predominante en su entorno: concebir el exilio a Babilonia como un castigo de Dios por el pecado cometido por los antepasados. El profeta quiere dejar claro que cada uno es responsable de su propia historia. Pero además está señalando dos asuntos de suma importancia en cuanto a la relación del individuo con Dios: a quien ha pecado no debe pesarle su pasado, Dios siempre le abre un camino de vida, y en segundo lugar le deja claro que el futuro está en manos de cada uno.
Con su mensaje cargado de esperanza, el profeta quiere dejar claro a cada israelita el compromiso personal que Dios seguía teniendo con cada uno de ellos. Lo único que Dios esperaba era su arrepentimiento y conversión, no que se quedaran paralizados dando vuelta sobre la culpa del pasado. La posibilidad de un nuevo comienzo era una oferta que no se agotaba, aún era posible rehacer la historia y emprender nuevos caminos. Recapacitar y convertirse era el único requisito. Esto es, detenerse y pensar el rumbo que se le estaba dando a la propia vida para hacer las correcciones de lugar. La ruina de Jerusalén y el exilio a Babilonia no podía convertirse en un acontecimiento que paralizara la historia, ni en lo personal ni en lo comunitario. Dios actúa en la historia, por eso esta no puede detenerse. Sería como si el mismo Dios se detuviera.
Claro, la responsabilidad personal es insoslayable. Cada uno debe hacer su propio examen de conciencia y asumir los correctivos pertinentes. A pesar de que la salvación es un regalo de Dios, una gracia, hay una cuota de responsabilidad por parte del individuo –y del pueblo- que éste no puede evadir. Quien recibe la oferta de la salvación debe vivir de acuerdo al regalo recibido. En el texto aparece explicitado como “vivir el derecho y la justicia”. Hacerse responsable de la propia conducta es el precio que debe pagar quien acoge la gracia de Dios. La responsabilidad personal desplaza, así, la responsabilidad corporativa.
Esta exigencia interpela a todos, a nosotros también, tan dados a descargar la culpa sobre los demás, evadiendo cualquier tipo de responsabilidad personal. Además, nos hace pensar que la salvación no nos llegará por el tipo de vida que lleven otros. Cada uno es insustituible en las decisiones que toma para construir su propia biografía. Es cierto que todas las vidas son de Dios, pero ni siquiera él puede salvar al hombre en contra de su propia voluntad. En asuntos de salvación Dios cuenta con la disposición del propio ser humano. “Aquel que te creo sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín.