El Espíritu de Dios guía nuestra vida. La guía totalmente; tanto cuando las cosas van bien como cuando no marchan como quisiéramos. El mismo Espíritu que descendió sobre Jesús el día de su bautismo, cuando tuvo la experiencia de oír la voz del cielo que lo llamaba “mi Hijo amado, en quien me complazco”, es el mismo Espíritu que hoy lo conduce por el desierto mientras es tentado por el diablo. Tanto en los momentos de complacencia como en los de amargura el Espíritu se hace presente; unas veces despertándonos a la alegría, y otras sosteniéndonos para no caer derrotados.
En el desierto Jesús es tentando con respecto a lo que está más convencido: su condición de Hijo de Dios. ¿No es acaso en aquello en lo que pensamos que somos más fuertes en lo que el tentador nos pone a prueba? Su pretensión es volver pedazos nuestras convicciones más profundas. “Si eres Hijo de Dios…” dice Satanás a Jesús. No hay nada de lo que Jesús esté más convencido, lo ha experimentado en su bautismo. Pero no se deja seducir.
Podemos decir que la vida humana está marcada por las permanentes tentaciones que aparecen en el camino. No son una experiencia temporal, sino una realidad continua. Las de Jesús, como las nuestras, no ocurrieron en un espacio de tiempo determinado, sino que estuvieron al asecho durante toda la vida. A lo largo de su ministerio Jesús encontraría voces discordantes, que pretenderían alejarlo de su opción por Dios. ¿Acaso es diferente lo que le promete el diablo en la segunda de las tentaciones (“Te daré el poder y la gloria de todo eso…Si tú te arrodillas delante de mí) a lo que nos cuenta Juan en su Evangelio (“querían proclamarlo rey”)?
Las tres tentaciones que nos cuenta el Evangelio de este domingo no son más que una muestra en la que se recoge lo esencial de las tentaciones por las que pasa todo ser humano. ¿Qué podemos decir sobre ellas? Para responder sigo muy de cerca a José Tolentino Mendonça en su libro Elogio de la sed. Fijándose en la respuesta de Jesús este autor se pregunta: “Si no vivimos solo de pan, entonces, ¿de qué vivimos, aparte del pan?”. Es, en el fondo, la pregunta por aquello que realmente nos sacia. “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. El pan material es necesario para sobrevivir. Pero, ¿es, acaso, suficiente para vivir a tope? El asunto no es, como a veces se piensa, una disyuntiva entre el pan y la palabra. Sino que estamos llamados a pensar en la urgente complementariedad de ambos. No solo de pan se vive; pero es necesario para vivir; aunque no sea suficiente. Así como se puede morir de hambre material lo mismo puede ocurrir con un hambre espiritual insatisfecha. ¿No son los muertos en vida de nuestro mundo el mejor ejemplo?
Escribe Tolentino Mendoca: “Si nuestro pan fuera algo más que pan, si se dejara atravesar por la palabra que sale de la boca de Dios, obtendría un poder que no posee el simple pan y podría convertirse en alimento de muchas maneras”. Y se pregunta: “Pero ¿de qué vivimos nosotros? ¿Cuáles son verdaderamente nuestra hambre y nuestra sed? ¿Dónde acaban? ¿A dónde nos conducen?”. Todas estas preguntas nos ponen a pensar en nuestra opción por Dios como respuesta a esa otra parte de nosotros que reclama una respuesta que trasciende el pan que servimos en nuestras mesas. No solo de ese pan vive el hombre. Cuando rezamos “danos hoy nuestro pan de cada día”, ¿acaso pensamos también en el otro pan? El uno es insuficiente sin el otro; no alcanza para una vida en plenitud.
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