por Eduardo M. Barrios, S.J.
Ya se sabe que la Pascua de Resurreción se celebra siempre en primavera.
Pero en agosto hay una fiesta del Señor, la Transfiguración (día 6), y una solemnidad mariana, la Asunción de la Virgen María (día 15). Ambas liturgias, de sabor pascual, invitan a evocar el misterio de la Resurrección del Señor.
Al tercer día de su muerte y sepultura tuvo lugar el primer misterio glorioso, el de la Resurrección. Evento extraordinario y único en la Historia del que sólo fue testigo la “feliz noche” (“beata nox), según el Pregón Pascual. Poco después de pasar a la vida definitiva con su cuerpo glorificado, Jesús comenzó a aparecerse a ciertas personas.
De las apariciones hace un resumen San Pablo: “Se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía; después se apareció a Santiago…y por último se me apareció también a mí”(1Cor 15, 5-7). Perdonémosle al Apóstol que no estuviese enterado de la primera aparición de todas, a Santa María Magdalena (Jn 20,11-18).
Aunque los testigos de la Resurrección la proclamaron con mucha audacia y convicción, las autoridades del templo la desacreditaron diciendo que los discípulos habían robado el cadáver. “Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy” (Mt 28, 15).
La mayor dificultad para creer en el Misterio Pascual se deriva de que Jesús sólo se apareció a discípulos suyos para que fuesen sus testigos. Es decir, se apareció a quienes estaban parcializados a su favor, a los que lamentaban su muerte.
Esta dificultad la señaló el apóstol San Judas Tadeo cuando Jesús les hablaba durante la Última Cena: “Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?” (Jn 14,22). Durante su vida pública Jesús explicaba muchas cosas sólo a sus discípulos, y no quería que le hicieran promoción a sus milagros. Esa actitud se conoce como “secreto mesiánico”. Digamos que Jesús quiso prescindir del poder persuasivo de la publicidad y el mercadeo (!)
Al resucitar no quiso revelar su nueva condición de Viviente inmortal a enemigos como Anás, Caifás, Herodes y Pilato. Tampoco quiso aparecer vivo en la esplanada de templo a la vista de todos, fuesen amigos, enemigos o indiferentes. Recuerden que ya Jesús había superado la tentación de lanzarse desde al alero del templo para caer ileso sobre el suelo (Cfr. Lucas 4, 9-11).
Se impone ahora esta pregunta: Si Jesús hubiese hecho de su Resurrección un evento milagroso accesible a todos sin distinción, ¿se habrían convertido en cristianos todos los habitantes del mundo?
La respuesta en sentido negativo la encontramos al final de la parábola del pobre Lázaro y el rico epulón. Éste desde el Hades (término escatológico pre-cristiano) le pide a Abrahán que deje ir a Lázaro a avisar a sus hermanos para que no se condenen también. Abrahán responde: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen” (Lc 16, 29). Ante la insistencia del rico, abrahán le da una respuesta final e inapelable: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán ni aunque resucite un muerto” (v.30).
Así las cosas, ¿qué es lo que ha impulsado a tantos seres humanos a creer en Cristo resucitado? Veámoslo acompañando a San Pablo y a Silas cuando llegaron a Filipos, colonia romana de Macedonia. Ambos se dirigieron a la orilla de un río donde judíos se reunían para la oración los sábados. San Pablo comenzó a declararles el mensaje cristiano incluyendo, por supuesto, la resurrección. Entre los oyentes estaba una tal Lidia. Y ahora viene lo definitivo para la fe: “El Señor le abrió el corazón a Lidia para que aceptara lo que decía Pablo” (Hech 16, 14). Toda la elocuencia de Pablo hubiese sido insuficiente de haber faltado ese toque interior de la gracia divina.
Hasta el día de hoy nadie se ha hecho cristiano sin haber recibido esa atracción interna que le mueva a dar el salto beatificante de la fe.
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