En aquellos días, el Señor le dijo a Samuel: “Llena la cuerna de aceite y vete, por encargo mío, a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he elegido un rey.” Cuando llegó, vio a Eliab y pensó: “Seguro, el Señor tiene delante a su ungido.” Pero el Señor le dijo: “No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón.” Jesé hizo pasar a siete hijos suyos ante Samuel; y Samuel le dijo: “Tampoco a éstos los ha elegido el Señor.” Luego preguntó a Jesé: “¿Se acabaron los muchachos?” Jesé respondió: “Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas.” Samuel dijo: “Manda por él, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue.” Jesé mandó a por él y lo hizo entrar: era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo. Entonces el Señor dijo a Samuel: “Anda, úngelo, porque es éste.” Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante. (1Samuel 16, 1.6-7.10-13)
Leo este texto y pienso en las dos figuras que en él destacan: Samuel y David. El primero es quien unge como rey al segundo. Leyendo la Biblia, Samuel me resulta una figura plurifacética. A veces aparece como juez, preocupado porque se establezcan relaciones justas entre las personas; otras ocasiones nos lo presenta como sacerdote, vinculado al culto y a la adoración del verdadero Dios; pero sobre todo como profeta, el hombre que comunica la palabra de Dios y su voluntad. En él se concentran los distintos liderazgos que fueron abriéndose paso en la transición del sistema tribal y la monarquía israelita. ¡Todo un hombre de Dios al servicio de los hombres!
El otro personaje, David. Siempre me ha resultado enigmática la figura de este hombre. Todo ser humano lo es; pero en él, pienso, se manifiesta de un modo especial esa “enigmaticidad”. Su atracción me resulta difícil de definir. En él veo concentrados todos los sentimientos y situaciones humanas y religiosas que pueden estar presentes en un ser de grandes contrastes como lo es el hombre. El mismo texto de hoy nos lo revela así: el último de la familia, el que se la pasa en el campo cuidando ovejas, el menos fornido y varonil es el elegido como rey.
Pero hay más. Lo mejor y lo peor del ser humano, lo más bello y lo terriblemente absurdo; los sentimientos más nobles junto a los más viles, se dan cita en este hombre. Refleja al mismo tiempo violencia y ternura; en él se mezclan la belleza y la agresividad. No le falta liderazgo y sabe cultivar la amistad. Su condición de músico y compositor artístico es un plus a su personalidad. La Biblia nos desnuda su corazón y nos narra sus avatares; nos cuenta de sus pasiones y sus amores; nos detalla sus éxitos y sus fracasos; nos lleva por la historia de su encumbramiento y de su humillación. ¡Qué hombre tan humano y tan de Dios! ¿Tendrá eso también que ver con que Jesús sea de su linaje? Lo humano y lo divino reunido en una sola persona. A ningún otro personaje se le reserva tanto espacio en el Antiguo Testamento (¡41capítulos, libro y medio!) y tal vez sea la figura más recordada en el Nuevo. Las esperanzas mesiánicas se relacionarán con él. Su nombre significa “el amado”. ¿Tanto por Dios como por la gente?, me pregunto.
Me detengo en el texto de hoy y en seguida llaman mi atención tres elementos sobre él: la manera como el autor hace notar que la mirada de Dios es distinta a la de los hombres: los hombres “ven la apariencia; el Señor ve el corazón” (refiriéndose a que David es el más pequeño, el no guerrero, el aparentemente afeminado de la casa); lo segundo que llama mi atención es la unción con el aceite, signo de consagración; y tercero, la presencia del espíritu del Señor que lo acompañará en adelante.
Medito todo esto y no puedo dejar de pensar en la manera como Dios mira al ser humano. Siempre intenta descubrir lo que se esconde detrás de las apariencias, la riqueza interior. En el interior de David descubre un gran corazón. No tengo duda de que lo mismo hace conmigo y con todo ser humano: va directo al corazón. ¿Acaso no es allí donde se hospeda lo mejor y lo peor de cada uno? Pero pienso que se acerca a mí, y a los demás, con una mirada médica, esa mirada que va tras los tejidos sanos o susceptibles de curación. Lo contrario pasa con la mirada patológica de quienes únicamente se concentran en los tejidos muertos. Doy gracias al Señor porque ausculta mi interior para buscar allí lo que permanece oculto a la mirada humana. Como hizo con David.
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