Hasta lueguito, doña Luz

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Edwin Paniagua.

Hoy es un día de esos que uno no quisiera recordar: doña Luz se ha marchado al encuentro con Dios. Don Miguel, Miosotis, Miguelito y Adolfo, así como sus nietos y bisnietos, se quedan con el compromiso de continuar su legado de amor y de entrega. Y Rafelito estará más que feliz por tenerla de nuevo con él, ahora definitivamente.

Conocimos a esta hermosa familia porque unos amigos en común (Vilma y Felo) nos la presentaron unas décadas atrás. Eran vecinos y el hilo común fue el juego de dominó. Desde la primera tarde en que pisamos su casa, comenzamos una relación digna del nombre de la urbanización El Ensueño.

 Una casa que es como ellos: nada pretenciosa y sumamente acogedora. A veces la galería, que no es muy grande, se colmaba de amigos, relacionados, familiares y vecinos (no sé cómo cabía tanta gente), que nos dábamos cita para el deporte nacional ya mencionado. Desde el primer instante nos sentimos tratados como otros miembros de la familia, hasta el sol de hoy y sin interrupciones.

Doña Luz no era la mejor jugadora de dominó que conozco, pero la suerte la acompañaba más de lo que uno hubiera querido. A veces cuadraba al revés y comoquiera ganaba. Siempre jugó con su frente de toda la vida: don Miguel. No había tarde del mundo en que no recibiéramos un cafecito divino, un juguito delicioso o un abrazo de oso.

 Uno podía llegar hasta con dolor de cabeza y bastaba con cruzar la puerta para que a uno se le olvidara. Doña Luz y don Miguel siempre tenían a mano un chiste, una anécdota, el análisis de un hecho y un consejo de oro, además de una montaña de cariño.

A ella le aplica, perfectamente, el refrán: “Primero muerta que mal arreglada”. No era orgullosa, pero siempre exhibía un garbo digno de las mejores telenovelas. Hasta cuando estaba aquejada de alguna enfermedad importante, su pelo lucía como si acabara de salir del salón: siempre negrecito. Se vestía con un atuendo elegante y su porte nunca lo perdió. Sus ojos eran grandes como su alma. Su mirada era como una cirugía de corazón abierto porque no se le escapaba nada, pero también era como un remanso en el que uno podía descansar.

Y era cuidadosa con todos; incluido, por supuesto, don Miguel. Y le funcionó: él estuvo con ella durante más de seis décadas. Pero ella era, repito, cuidadosa con todos. Recuerdo que un día ella estaba colando café y estábamos jugando Adolfo, Miguelito, don Miguel y yo. En ese momento, pasó una mujer por la calle y Miguelito me dijo: “Edwin, Edwin”. Para mí, que ella también tenía oídos biónicos porque al instante, superando la velocidad de la luz, vino a la galería y ordenó: “Calma, calma, a Edwin me lo dejan tranquilo”. Así fue como viví uno de los momentos más difíciles de mi vida: reírme a carcajadas, sin poder mover los labios.

 Por otra parte, doña Luz comía lo más saludable posible, excepto cuando asistía a una actividad festiva. Me encantaba preguntarle al día siguiente: Doña Luz, ¿cómo le fue? Y ella me contestaba con un C.D.: “Ay, Edwin, todo maravilloso, pero exageré con la comida, qué banquete…”. Y me aseguraba que no lo haría de nuevo, pero yo sabía que no era verdad porque lo decía riéndose. Ella le hizo honor a su nombre.

Doña Luz era un manantial de sorpresas agradables. Era una mujer fuerte, firme, segura, valiente, ética, creyente, afable, comprensiva, cariñosa y profundamente humana. ¡Qué suerte tiene Papá Dios: ahora usted será su frente y, además, Él disfrutará del cafecito más rico del mundo! Gracias por tanto amor. Hasta lueguito, doña Luz.         

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