Así dice el Señor todopoderoso: “¡Ay de los que se fían de Sión y confían en el monte de Samaria! Os acostáis en lechos de marfil; arrellanados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José. Pues encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos.” (Amós 6, 1.4-7)
Otro texto del profeta Amós. La semana pasada hablábamos del contexto histórico de su profecía y las amenazas que de manera soterrada atravesaban la deslumbrante fachada que ocultaba las injusticias sociales que se cometían al interior del reino del Norte y de la avanzada que, desde fuera, venían haciendo los asirios. En el texto de hoy vuelven a aparecer esos dos elementos: nos habla de la opulencia de algunos, que los vuelve ciegos ante la carencia de los demás (José aquí no es una persona, sino un territorio, el que ocupaban las tribus de Manasés y Efraín, los dos hijos de José, el hijo de Jacob) y la inminencia de una invasión asiria (“encabezarán la cuerda de cautivos”). Y lo peor es que están muy confiados de que allí no pasará nada (“¡Ay de los que se fían de Sión y confían en el monte de Samaria!”). Son cuatro los pecados que denuncia el profeta Amós: el lujo en casas y estilo de vida, la injusticia bajo distintas formas, el falso culto a Dios y la engañosa seguridad religiosa. El primero y el último sobresalen de manera especial en nuestro texto.
En efecto, la crítica del profeta en este pasaje se debe al lujo desproporcionado con que vive la clase dirigente de Samaría (camas de marfil, mobiliario, comilonas, bebidas, perfumes), mientras otros pasan graves necesidades. Ante esta desigualdad tan extrema el profeta no puede dejar de hablar. Muestra su gran sensibilidad con las cuestiones que tienen que ver con la justicia. Y tiene plena conciencia de que lo hace en nombre de Dios, de ahí la expresión “así dice el Señor todopoderoso”. El profeta se presenta como un simple emisario divino, alguien que presta su voz a Dios para que Éste hable. Emplea un lenguaje concreto para denunciar hechos concretos: lujos desmedidos, despilfarro, comidas y bebidas orgiásticas. Todo eso tirado a la cara de los más desposeídos. Es testigo de la pérdida de sentido ético y la carencia de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Son cosas que no dejan indiferente al hombre de Dios. Ni a Dios mismo, quien mueve al profeta a hablar en su nombre. “Dios no está en las nubes, acostado en una hamaca…; le importan las cosas de aquí abajo” (palabras de Rutilio Grández, quien despertó a san Óscar Romero de su sueño).
Lo otro que destaca en nuestro texto de hoy es las falsas seguridades en que viven confiados los israelitas (“¡Ay de los que se fían de Sión y confían en el monte de Samaria!”). Menciona aquí los dos lugares donde se piensa está presente Dios: Sión y el monte de Samaría (el Garizim). Confían en que la presencia de Dios los librará de toda adversidad y por eso piensan que pueden vivir de cualquier manera. Como ya hemos dicho, Amós vislumbra el peligro de una invasión asiria. El avance de sus ejércitos son un “signo” de Dios para él. Pero mientras el profeta ve la amenaza, los israelitas siguen confiados en que Dios los protegerá. Al profeta le toca desmentir esta falsa seguridad. Hay en su libro dos versículos realmente estremecedores: “Mirad, Yo zarandearé a Israel entre las naciones, como se zarandea el grano de la criba…; morirán a espada todos los que dicen: no llegará, no nos alcanzará la desgracia” (Amós 9,9-10). Si contar con el monte Garizim o el monte Sión era considerado un “seguro de vida” tanto para Israel como para Judá, respectivamente, el profeta lo ve como un exceso de confianza; le molesta que los habitantes de ambos reinos vivan como si nada estuviera pasando tanto a lo interno como a lo externo de su territorio. Viven entretenidos entre sus muebles de lujo, manjares y vinos suculentos, fiestas y diversiones. Su insensibilidad y ceguera los llevará a la ruina. El profeta da la voz de alarma para evitar la destrucción de su pueblo. Pero como muchas veces sucede, el hombre de Dios no fue escuchado, prefirieron seguir viviendo distraídos en un mar de derroche. Las consecuencias no se hicieron esperar, el año 722 o 721 a.C., tres décadas después del anuncio de Amós, se cumplían sus palabras y llegaba la hecatombe: Sargón II, rey de Asiria, conquista la capital Samaría y borra del mapa el reino de Israel.
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