Del libro Vivir o el Arte de Innovar
Siempre será poco lo que se diga para alabar la conducta de aquellos que, supuestamente destinados al fracaso, se crecieron por encima de las adversidades, llegando a lograr metas importantes en la vida. Satisface reconocer que, en este campo, abundan los casos de verdadero heroísmo.
No me refiero principalmente a los que, siendo pobres, llegaron a ser ricos, sino más bien a los que, con medios precarios, lograron el cultivo notable de su propia humanidad.
Hago la aclaración anterior, porque puede darse la riqueza de los bolsillos, tocando apenas la mente o el corazón. No olvido el comentario de un amigo, después de acompañar a unas personas adineradas en una extensa gira. Se lamentaba de lo triste que es vivir sin horizonte, con ojos para ver poca cosa, por falta del cultivo de la mente. Llegar a un fantástico lugar, cargado de significado y de reminiscencias históricas, y conformarse con comer algo y comprar quizá un souvenir. Y es que no es fácil adquirir la riqueza interior. El oro puede cubrir a una persona, pero solo hace resplandecer el cascarón. La sabiduría es algo diferente; con ella se agiganta el ser humano, irradiando dignidad. Solo así manifiesta su destino; revela de ese modo su verdadera condición.
Lo contrario es la tristeza que da ver personas que recorren el trayecto de su vida guiados por la ley del menor esfuerzo. Sin interés alguno por el conocimiento, por el cultivo personal y social. Es gente presa de la mediocridad. ¿Qué futuro puede tener quien no lucha, quien no sueña con lograr un ideal?
Esta es la clase de personas que, si se equivocan al hablar y alguien las corrige, responden de forma displicente: “¿Tú entendí(s)te?”. Me he visto tentado de responderle a alguno (y creo que llegué a decírselo a alguien): Sí, creo que te entendí, pero no porque era inteligible lo que dijiste, sino porque soy una especie de Champollion…
Por una actitud semejante a esta del menor esfuerzo, encontramos hasta profesionales empantanados; sin ánimo alguno de actualización del saber específico, no les queda más salida que sumirse en el atraso.
Con algunos la cosa es más difícil todavía, pues, como se creen merecedores de todo, no se esfuerzan por nada. O sea que al venir a este mundo, según reza el antiguo refrán, Dios les puso su pan debajo de un brazo, y el gobierno o alguien más debe ponerle el salami debajo del otro brazo. Solo esto explica que haya personas que cobran un salario tranquilamente sin trabajar, o que, disfrutando de plena salud, vivan de las ayudas gubernamentales, al estilo del “welfare” en algún país. Pero jamás podremos entender esto los que nos criamos batallando, mostrando incluso con infantil ostentación el fruto de nuestro propio esfuerzo. Los ocho o diez centavos que gané con la venta de mi primera sarta de tabaco, amarrada por mí mismo, hubo que entregármelos en menudo, para que pudieran sonar en mis bolsillos las pequeñas monedas.
Me viene a la mente el viejo Matteo, en Cerdeña (Italia); un día me invitó a que lo siguiera, y me llevó a una pequeña bodega de su propiedad (bodega significa aquí, lugar donde se añeja el vino). Allí me dio un poco de vino y me dijo con su cara oronda de satisfacción: “Fatto da me”. Y estaba bueno el vino, pero más recuerdo yo la reposada alegría del viejo que me dijo: “Hecho por mí”.
Esta es la experiencia del que se siente útil (aunque esté viejo); semejante al cosquilleo que desde dentro se expresa en la sonrisa de quien luchó para vencer los obstáculos, y logró así alcanzar las importantes metas, por las que ahora se siente plenamente satisfecho. Pero esto, tristemente, se lo pierden los mediocres.
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