Una mujer con más fe que Pedro El sufrimiento que provoca el mal debe ser atacado donde quiera que esté presente, sin im­portar fronteras

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Se trata de la mujer cananea del Evangelio de este domingo. No sabemos quién era, pues el texto simplemente la identifica como cananea, esto es, pagana; no israe­lita. A la fe vacilante de Pedro que nos presentaba el Evangelio de la semana pasada se contrapone la fe indómita de esta mujer, que tiene que pasar por diversos obstáculos hasta arrancar el milagro a Jesús.

Para captar la diferencia entre ambas actitudes de fe es necesario que leas, amable lector, ambos re­latos. El de la semana pasada está en Mt 14, 22-33 y el de hoy en Mt 15, 21-28. En aquel, Jesús pide a sus discípulos que se adelanten a “la otra orilla” del lago; en este, el mismo Jesús ha pasado a “la otra orilla” de las fronteras judías (el relato se desarrolla en una comarca de Tiro y Sidón, la antigua Fe­nicia, hoy República del Líbano).

Si has leído ya los dos textos habrás notado que la mujer grita, igual que lo habían hecho los discípulos al verse en medio de una tempestad. Cada uno sufre su pro­pia tormenta. Son de índole distintas, pero ambas inquietantes. Ella se postra ante Jesús, tal como lo habían hecho ellos en la barca. Es el reconocimiento del señorío de Jesús.

La cananea implora: “Señor, socórreme”; son palabras semejantes a las que había pronunciado Pedro: “Señor, sálvame”. Hay, sin embargo, una diferencia entre ella y los discípulos. El miedo de estos se contrapone al arrojo de aquella. El grito de los discípulos es de te­rror; el de la mujer está envuelto en la certeza de que Jesús puede hacer algo en favor de su hija. Pedro, de su lado, vacila y comienza a hundirse; ella, en cambio, al ser desatendida por Jesús (silencio y respuesta negativa) y rechazada por los discípulos, insiste inquebrantablemente hasta que es escu­chada y asistida en su petición.

Otro detalle. Pedro pide una prueba: “Si eres tú…”. La mujer cananea, por su parte, muestra una fe a toda prueba. Mientras ella confía en que será escuchada y atendida; Pedro pide una prueba que demuestre que “el fantasma” que ve es Jesús. La mujer, en cambio, la tres veces que se dirige a Jesús no lo hace como si se diri­giera a un mago, sino que lo re­conoce, desde el principio, como Señor. No podía dirigirse a él con un título mayor. Es la forma común de los creyentes dirigirse a Dios según el Antiguo Testa­mento. Su postración ante él es signo evidente de tal reconoci­miento.

La postura de esta mujer es digna de admiración. El mismo Jesús queda admirado de ella, hasta el punto de decirle: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cum­pla lo que deseas”. Una fe vista en pocos israelitas, incluyendo a Pedro (a quien le había dicho: “Hombre de poca fe”) y el resto de discípulos. Con razón el evangelista ha puesto el foco de la ­narración sobre ella: es quien sale al encuentro de Jesús; es quien mantiene vivo el drama con su insistencia a pesar de las negativas y rechazos. Jesús y los discípulos parecen mantenerse a la defensiva, hasta que llega la admiración y la respuesta. Esta mujer no solo arrancó el milagro de la curación de su hija a Jesús, sino que también lo hizo cambiar en la perspectiva de su misión. Pasa del “solo he sido enviado a las ovejas desca­rriadas de Israel” a la admiración por la fe de una no israelita. El cruce de frontera ensanchó los efectos de su misión.

El encuentro con la mujer cana­nea universaliza los bienes del Reino de Dios que Jesús pro­clama. El sufrimiento que provoca el mal debe ser atacado donde quiera que esté presente, sin im­portar fronteras. La curación de la hija de esta mujer muestra que Dios no quiere el sufrimiento de ninguno de sus hijos, sean de donde sean o de la condición que sean. Más allá de las propias fronteras también hay fe.

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