Una Iglesia de Tomases y enviados

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La primera lectura de hoy, (He­chos 2, 42- 47) nos presenta claramente los frutos de la resurrección: la comunidad unida, los creyentes compartían sus recursos, oraban, celebraban la fracción del pan (nuestra Eucaristía), comían juntos y alababan a Dios.

Pero yo pienso, que en el Evan­gelio (Juan 20, 19 a 31), hay toda­vía un signo más poderoso sobre la resurrección. Jesús resucitado irrumpe en una reunión de discípulos amedrentados, les da el Espíritu Santo y los envía en misión. Ahora bien,  “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.”

Todos conocemos expedientes como Tomás: nunca están donde tienen que estar, no participan en las reuniones claves, y luego vienen queriendo imponer a la brava sus criterios: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.”

Algo había sucedido en aquella comunidad para que sufrieran a Tomás y no lo botaran. Los enviados, colmados del Espíritu de Jesús, también se llenaron de su sorprendente compasión. Jesús mismo, suscitador de esa paciencia recién estrenada por la comunidad, se somete a los criterios del incómodo Tomás.

Así es nuestra Iglesia: en ella encontramos enviados llenos del Espíritu Santo, gente entregada, que está en la trinchera asignada. Y estamos los Tomases, aceptados con nuestras majaderías y nuestros esquemitas. La comunidad nos sobrelleva, y el Señor nos derrota sometiéndose a nuestra pequeñez.

Jesús declara dichosos a los que crean sin ver. Dichosos por creer y vivir cerca de la comunidad. Dicho­sos por tener un corazón abierto a la fuerza del compartir y la solidaridad, que Jesús y el Espíritu originan. Los enviados construyen comunidad; ella nos sobrelleva con cariño a los Tomases.

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