Ya he dicho que nuestra madre nos hablaba de Anto­nia Martínez (Tía Toña), la que fundó la Capilla de la Inmaculada, en Licey Arriba, que luego los hijos se la llevaron para San Pedro de Ma­corís. Nos hablaba también de Ezequiel (Checo) Martí­nez, a quien luego encontra­ría yo en Cienfuegos, San­tiago. Así tuvimos referencia de Eladio Simeón (Mon) Martínez, que procreó fami­lia en Imbert de Puerto Plata. Ya referí que su hijo el Pro­fesor Adalberto Martínez fue a saludarme a la casa curial de Imbert cuando empezaba yo el ministerio sacerdotal.

Precisamente el sábado diez de noviembre de 2012, vinieron a visitarme a la Casa Tabor, en Baní, el mismo Profesor Adalberto, con va­rios parientes más. Tuve que acordarme varias veces de la alegría que experimentaría mi madre con esta visita. Fue algo que promovió mucho el primo Guarionex Martínez, que en paz descanse. Vinie­ron Ramón F. Martínez Peña, odontólogo patólogo, (hermano de Adalberto), su espo­sa Dra. Susana Boqué, su hija Alicia y su esposo; así como el Dr. Fernando Sánchez Martínez (exrector de la UASD) y sus hermanas profesoras Janet y Sonia, hijos de la Prof. Juanita Martínez, que siempre me distinguió con su cariño. 

Una gran sorpresa fue ver con ellos al Dr. Luciano Mar­tínez Persia, renombrado mé­dico cirujano, de quien había oído hablar toda mi vida. También los acompañaron el abogado Jorge Martínez Po­lanco (hijo de Adalberto) y Ernesto Martínez (hijo de Ernesto Martínez Peña, fallecido). En cuanto a la fe de mi padre y mi madre, no sé cuál de los dos era más admirable: cualquiera de los dos puede ser buen modelo para noso­tros.

Por supuesto, eran seres humanos, con sus limitacio­nes. (Que no es lo mismo que decir: “tenían defectos como todo el mundo”. Así no. Hay gente cuya conducta es muy defectuosa y usa esta expresión para justificarse; pero este no es el caso. Debe ha­cerse bien la distinción). Lo cierto es que me resulta im­posible recordarlos de otra manera que no sea con una gran suavidad y ternura, co­mo lo que realmente fueron: un regalo de Dios para no­sotros.

Nuestros padres celebra­ron los cincuenta y un años del Sacramento del Matrimonio, por el que unieron sus vidas para siempre. Jamás hubo ni otro hombre, ni otra mujer, ni otros hijos. Algunos años antes de morir, coincidimos los cuatro hermanos varones con papá, en el zaguán de la casa, y nos dijo: “Aprovecho que están los cuatro varones para decirles que nunca ha habido otra mujer que no sea esa que ustedes ven ahí (se refería a nuestra madre)”; entonces nos dijo brevemente que no faltó alguna que lo provocara con insistencia, pero que jamás accedió. Y, respecto a nuestros padres, lo podemos decir a boca llena: jamás vimos entre ellos otra cosa que no fuera fidelidad.

Hace ya tiempo que escri­bí que mi familia era un verdadero tesoro para mí. Eso dije y eso digo. Una familia numerosa (diez personas), viviendo con precariedades en lo material; por motivo de estas carencias vi llorar una vez a mi madre (la única vez que la vi llorar fuera de un velorio). 

¡Pero con solo dos fami­lias se juntaba un gran grupo de muchachos y muchachas para jugar! En la propia casa había variedad, pues cada uno era distinto. Por eso no terminan los relatos de las cosas que pasaban en cada hogar. ¡Hasta había con quién discutir! La creatividad se ejercitaba inventando nombres para endilgarlos a  un hermano, hermana, o a su padrino o madrina… (Por su­puesto que a mí se me pega­ron varios).

Con frecuencia me sorprendo a mí mismo cantando las canciones con que, en grupo, presentábamos las flores. En Mayo, al final del día, íbamos a casa de nuestros abuelos paternos, en donde desfilábamos descalzos en la sala con piso de arena, ante la imagen de la Virgen, mientras entregábamos las flores, junto con los primos y primas, más algunos vecinos. Las tías Ines y Beatriz eran las encargadas de que no se olvidara esta hermosa tradición. Ya he dicho que otras veces nos reuníamos a jugar en el patio, junto a la gran mata de almendra, a la luz de la luna. Éramos muchos, gracias a Dios, y disfrutábamos poder encontrarnos.

Por mi vocación, Dios me amplió mucho más la paren­tela, la gran familia de los hijos e hijas de Dios; pero, he podido mantener el contacto con mi familia de sangre. He recibido en nombre de la Iglesia el consentimiento de mis siete hermanos y herma­nas, en el sacramento del Matrimonio, así como de va­rios de sus hijos e hijas; y he bautizado a casi todos los so­brinos. 

Especialmente desde que faltó papá, nos hemos reuni­do al menos cada dos meses para tener una Eucaristía do­minical con nuestra madre. Ahora que también ella ha faltado, hemos seguido reali­zando algún encuentro con casi toda la familia, pues va­loramos mucho esta cercanía. 

Sin duda, este ambiente familiar ha sido una gran bendición para mí. ¡Y cómo deseo que todo el mundo pudiera decir lo mismo!

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