Una comida-trampa

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Era la oca­sión oportuna para estrechar los lazos de amistad y confraternizar.

Jesús es invitado a comer por uno de los principales fariseos. Tal vez la intención del anfitrión sea buena; no así la de sus compañeros de “gre­mio”. “Ellos lo están espiando”, nos dice el texto. Así como se oye, como si fueran francotiradores o felinos que asechan a su presa.

En esas comidas especiales solía tener lugar lo que se llamaba “symposium”. Se trataba de un buen espacio de tiempo, después de haber ingerido los alimentos, en el que se trataban diversos temas. Era la oca­sión oportuna para estrechar los lazos de amistad y confraternizar. Era una forma precisa de “entrar en comunión”.

Por lo regular, el principal invitado tenía la prevalencia, con respecto a los demás, para exponer sus ideas. Jesús aprovecha la ocasión para tratar, a raíz de lo que ha visto allí, dos asuntos: la dupla vanidad-humildad y la gratuidad. Siempre teniendo como trasfondo que la mesa compartida es signo del banquete del Reino que Dios prepara para todos los suyos. En ese banquete los puestos le corresponde asignarlos al mismo Dios.

Estas enseñanzas han sido motivadas porque Jesús ha visto que los que iban llegando se afanaban por ocupar los primeros puestos y que todos los invitados eran del círculo íntimo del anfitrión, que en algún momento podían devolverle el favor de la invitación. Quienes “luchan” por ocupar los puestos de honor y poder son los que se afanan por entrar por la puerta ancha, de la que se nos hablaba el domingo pasado. Y el anfitrión que ha invitado a sus amigos y vecinos, tal vez lo haya hecho por cálculo oportunista: su invitación será recompensada de alguna manera. Tanto la humildad como la gratuidad han quedado fue­ra de aquel banquete. Les han anula­do la puerta por donde suelen entrar.

Ya sabemos que la humildad es vivir en la verdad, en la verdad de uno mismo. Lo que uno es no le viene dado por el puesto que ocupa; tampoco por los honores recibidos. Nuestra verdad se centra en nuestra propia humanidad. Sin añadidos, sin accesorios, sin disfraces. Cuando añadimos “cosas” a lo que somos corremos el riesgo de no caber por la puerta que nos da acceso al banquete del Reino.

Pareciera que nuestro afán por colgarle cosas a nuestro yo está ins­pirado por nuestro deseo de ser más que los demás. Así terminamos, en muchas ocasiones, por poner a competir esos añadidos con lo esencial del otro. ¿No es lo que pasa en el ban­quete que nos narra el evangelio de este día? Allí se enfrentan los accesorios de los fariseos (títulos, vestimentas, puestos) contra lo esencial de Jesús. ¿Quién gana la batalla?

También la gratuidad ha sido echada de menos por el maestro de Nazaret. Se ha dado cuenta que los invitados que están allí es gente que en algún momento podrá recompensar a quien los ha invitado a este banquete. Allí falta también el amor. No se puede ganar en el amor; de lo contrario sería un negocio. Si se da (un banquete en este caso) esperando ser luego recompensado (y quien recibe así lo sabe) ya no es amor, sino un contrato.

Todo acuerdo, así aparezca de manera implícita, anula la dimensión de gratuidad que caracteriza el amor. Jesús sabe muy bien que está sentado en aquella mesa no porque sea amigo; sino porque algo buscan con él; “lo estaban ex­piando” dice el texto. También podría ser por alimentar la curiosidad sobre su persona; o, tal vez, por si acaso…

Nos viene bien, tanto a los fari­seos de ayer como a los de hoy, dirigirnos a Dios con aquellos hermo­sos versos de Unamuno:

“agranda la puerta, Padre

porque no puedo pasar.

La hiciste para los niños,

yo he crecido a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta,

achícame, por piedad;

vuélveme a la edad aquella

en que vivir es soñar”.

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