Un reino de otro mundo

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En el Evangelio de este domingo aparecen en labios de Jesús unas ­palabras que deben ser abordadas en su justa medida: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. ¿Cómo hay que entenderlas?

Esta respuesta dada por Jesús a Pilato, cuando este lo interroga sobre su reinado, es citada, con frecuencia, solo en su primera parte, “mi reino no es de este mundo” –expresión que aparece tres veces en el Evangelio-, olvidando lo que sigue, y que es donde se encuentra el verdadero ­significado de lo que Jesucristo quie­re dejar claro al prefecto romano.

Si nos quedamos en la primera parte de la respuesta podría pensarse que Jesús está hablando de un reino espiritual, que nada tiene que ver con lo que pasa en este mundo; incluso se podría creer que habla de un reino escatológico, que sería instaurado en la otra vida o en otro tiempo; nada de política, nada que tenga que ver con la vida exterior, sino con lo religioso y espiritual. Pero no. La frase completa pronunciada por el Maestro de Nazaret contrapone el Reino de Dios al Imperio Romano. Mientras el pri­mero encarna la resistencia no violenta; el segundo, la opresión violenta. El reino de Dios, hecho presente en la persona de Jesús, no se apoya en el poder, la fuerza o la autoridad desmedida. No se trata de un reino político.

Los reinos políticos se conquistan y se instauran a base de amena­zas, las armas, la violencia. El Reino de Dios, procura ser un reino de paz. ¿No fue acaso lo que quiso simbo­li­zar el mismo Jesús al entrar en Jeru­salén sobre un borrico y no a caba­llo, como solían hacer los conquistadores? El no violento Reino de Dios es el polo opuesto del violento Im­perio Romano. El reino de Jesucristo no es de este mundo. ¿Cómo puede ser de este mundo el reino de alguien cuyo trono es la cruz? ¿Cómo puede ser de este mundo el reino de un hombre que mantiene la mansedumbre cuando lo están crucificando? Cristo reina crucificado, obediente; no empuñando las armas. Esa es la gran diferencia entre Jesús y Pilato; entre el Reino de Dios y el Imperio Romano; entre los reinos de este mundo y el reino que “no es de aquí”.

Con su respuesta, Jesús no quiere negar su condición de rey. Él mismo afirma: “soy rey”. Con esa autopro­clamación va más allá de lo que piensa Pilato cuando le pregunta: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Al decir “yo soy rey” se revela como rey de toda la humanidad. Esa es la verdad por la que le pregunta Pilato y de la que el propio Jesucristo es testigo: “para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”.

Estas últimas palabras demuestran que el Reino de Dios, al frente del cual está el mismo Jesucristo, no tiene frontera; está abierto a todos. La única condición para pertenecer a él es estar en la verdad. A esta altura se preguntará el lector por esa verdad en la que hay que estar para formar parte del Reino de Dios. La verdad es que la realeza de Jesús pro­viene del amor de Dios al mundo. El mismo evangelista Juan lo ha dejado saber en el diálogo que Jesús sostie­ne con Nicodemo en el capítulo tercero de su Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”.

La entrega de la que allí se habla se concretiza en el trono de la cruz, lugar desde donde Jesucristo nos revela el amor del Padre. Por eso su reino no se caracteriza por la violencia, como el Imperio Romano; sino por el amor.

 

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