Un encuentro con olor a Dios

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La visita de María a Isabel, que nos narra el evangelista Lucas este ­domingo, es mucho más que el en­cuentro de dos mujeres embara­zas; se trata “del abrazo de dos tiempos salvíficos”. María representa lo nue­vo (es una joven virgen); Isabel lo antiguo (es anciana y estéril). Aún más, no solo ellas dos se abrazan, también Juan y Jesús son protagonistas de este encuentro.

El primero salta de alegría en el vientre de su madre al sentir la pre­sencia del segundo en el de la suya. María no va donde Isabel únicamen­te porque la necesite; en realidad va a llevar a Jesús para que se en­cuen­tre con Juan, su precursor. Juan ­representa la promesa; Jesús la pre­sencia salvífica de Dios.

Si evangelizar consiste en llevar a Jesús a otros, María puede ser considerada con pleno derecho la pri­mera evangelizadora. Con justicia también es llamada “arca de la nue­va alianza”. Ella lleva a Jesús a Isa­bel y a Juan. Por otro lado, llama la atención la actitud de María, quien, tras el encuentro con el ángel “se puso en camino de prisa”, como si se dijera a sí mis­ma: “no hay tiempo qué perder”. Es la premura que des­pierta la pre­sencia del Señor en la vida de alguien; es tan incontenible que la necesidad de comunicar tal expe­riencia se impone. Lo mismo sucede con los discípulos cuando tienen sus encuentros con Cristo resucitado.

Este encuentro entre la anciana Isabel y la joven María se nos presenta como el punto culminante del camino recorrido durante las cuatro semanas del tiempo de Adviento. La espera da paso a la realización. A estas alturas ya sentimos el olor a Dios.

Es todo un acontecimiento. Así lo hace notar el evangelista cuando en su narración afirma: “Y aconteció que…”. Un acontecimiento no es un hecho anecdótico, sino algo que marca la existencia. En aquel en­cuentro de ambas mu­jeres lo que a­conteció a Isabel que­da señalado por dos notas que po­drían pasarse por alto, pero que conviene destacar: “saltó la criatura en su vientre” y “se llenó de Espíritu Santo”.

Es el resultado del saludo que María dirige a su pariente (tres veces es mencionado dicho saludo en el relato). Esta experiencia espiritual hace de Isabel una profetiza: “Bie­naventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá”. Con estas palabras se enrola en la fila de todos aquellos que, antes que ella, han anunciado la venida del Mesías. Con sus palabras, Isabel anuncia el cumplimiento de la promesa mesiánica.

El encuentro entre estas dos mu­jeres, que pone de manifiesto la llegada de Dios al mundo en forma de niño, se da gracias a que María se pone en camino. Siempre me ha en­cantado la imagen del camino para caracterizar la vida humana. Cuando de niños damos nuestros primeros pasos iniciamos nuestro camino por la vida. Un camino que poco tiene que ver con lo geográfico y sí mu­cho con nuestro recorrido existencial. La vida en cuanto camino contiene un alto nivel de riesgo y de aventura. María se pone en camino, no solo como ejercicio que anula la distancia que la separa de sus pa­rientes, sino como camino vital.

Nuestro camino nos ha traído hasta aquí, hasta la puerta de la Na­vidad 2018, hasta este momento de nuestra vida personal. Nos ha traído hasta Belén. ¿Tendremos el coraje de entrar hasta donde está Jesús? Si hemos llegado hasta aquí es porque él mismo ha motivado nuestros pasos y nos ha servido de guía.

Lo peor que nos podría pasar es que las dificultades pretendan ­cerrarnos el paso y nos priven de conte­mplar el rostro del recién nacido y escuchar la voz de Dios en for­ma de llanto. Solo nos quedaría la fatiga de nuestras andanzas. Si eso ocurriera no habremos celebrado Navidad.

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