Un discurso de ida y vuelta

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En la liturgia de la Palabra de este domingo se nos regala como Evangelio unos cuantos versículos del primer discurso de despedida de Jesús. Dicho discurso comprende los capítulos del catorce al diecisiete del Evangelio según san Juan (algu­nos comentaristas hablan en realidad de varios discursos). El mismo es pronunciado por Jesús en un contexto escandaloso, puesto que pre­viamente ha tenido que comunicar la inminente traición de Judas, así como la pronta negación de Pedro. Y como si esto fuera poco, ahora tiene que afrontar la incomprensión de parte de Tomás y Felipe. Se trata, por lo tanto, de un contexto de “discipulado fracasado”. En una atmósfera tan pesada es que les dice: “Crean en Dios y crean también en mí”.

Jesús habla de su regreso al Padre (por eso a este discurso se le ha venido a llamar |discurso de despedida| o “discurso del adiós”). Lo que no significa olvido de los suyos. Va, dice, a prepararles sitio, para luego volver por ellos. Siem­pre me han parecido de una lealtad desbordante estas palabras del Maestro: quien ha venido a “acampar entre nosotros”, quiere que al final de nuestros días vayamos a quedarnos eternamente con él en la mansión de su Padre.

Pienso que esta idea sintetiza el retrato de Jesús que nos presenta el evangelista Juan. Jesús es quien no deja que se “agüe” la fiesta cuando se acaba el vino; es quien se detiene a hablar cariñosamente con la Sama­ritana; quien llora por la muerte de Lázaro y la tristeza que la misma causa a sus hermanas; es quien deja que uno de sus discípulos se re­cueste en su pecho; es quien toma un bocado y lo da a quien lo va a trai­cionar. Un Jesús presentado tan insistentemente cariñoso no puede más que decir que va al Padre a prepararnos sitio para luego venir a buscarnos para que estemos con él.

Situado en los capítulos inme­diatamente anteriores al arresto, pasión y muerte de Jesús, el dis­curso se enfoca en el final de la vida histórica de Jesús. Se podría preguntar el lector: ¿por qué, entonces se lee en la celebración litúrgica del quinto domingo de Pascua? La res­puesta es simple: porque estamos próximos a la celebración de la As­censión del Señor, fiesta que marca su regreso al Padre. Por eso decía que su ida no consiste en olvido. Se trata, más bien, de otra dimensión de lo real, de su forma de estar entre nosotros. El misterio de la cruz que­da así vinculado, no solo al misterio de la resurrección, sino también al de la ascensión.

Su ida al Padre y su regreso a los suyos es el trazado del camino, que al mismo tiempo es la verdad y la vida. Tres conceptos que se condensan en el mismo Jesús. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, dice. El propio Jesús es el camino de acceso al Padre. “Nadie va al Padre, sino por mí”, afirma el Maestro. Hay aquí también una referencia velada (¿o no tan velada?) al misterio de la Encarnación.

Dios se da a conocer a la huma­nidad a través de Jesús. De ahí la importancia de los verbos “conocer”, “ver” y “creer”, en el cuarto Evangelio. Dios Padre puede ser “conocido” y “visto” en Jesús. “El Padre y yo somos uno”, sostiene.

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