Monseñor Freddy Bretón Martínez •
Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros

Entre los miembros del grupo de relatores encontré al Arzobispo de Halifax (Ca­nada), Mons. Terrence Pren­dergast sj, quien me había visitado en Baní, con la Hna. Roberta Mullin, que enton­ces vivía en nuestra Dióce­sis. También a Mons. Vicen­zo Paglia, entonces obispo de la Diócesis de Terni, Nar­ni y Amelia (Italia), y Direc­tor de la Federación Bíblica Católica; actualmente es Presidente del Pontificio Consejo para la Familia. Al saber que yo era de Baní, me dijo que él tenía varios feligreses en mi Diócesis. Se re­fería a los hermanos Colaia­covo, fundadores de la fábrica de cemento Domicem, en Palenque, San Cristóbal. El Sr. Pascuale Colaiacovo car­gó desde Italia con un gran plato de porcelana con una hermosa efigie de San Ubal­do de Gubbio, para el obispo de Baní. Y se lo agradezco mucho.


En el aula del sínodo quedé justo al lado de Mons. Rino Fisichela, y fue una bendición. Aparte de su conversación enjundiosa, me obsequió limoncello, y un digestivo que causó furor en el comedor del antiguo Pen­zionato Romano. Me proporcionó una copia de un trozo de Adver­sus Haereses, de S. Ireneo que yo necesitaba y, finalmente, como no cabían en la maleta las mu­chos materiales del sínodo, me envió a la residencia una maleta extra que todavía conservo. Ya de regreso a la Rep. Do­minicana le envié un ejemplar de uno de mis libros en que hice referencia a su persona, y me escribió una breve y bella carta acusando recibo.


Sobre mis escritos.  Algunos tropezones

En este libro he mencio­nado ya alguna noticia de mis escritos. No sé si desde seminarista escribí alguna cosa en Amigo del Hogar, pero recién ordenado, envié desde Imbert varios artículos. A causa de uno de ellos fue que el querido Padre Vinicio Disla me escribió una carta felicitándome y casi cantando el Nunc dimi­ttis. Estaba contento con mis escritos, y decía “ya puedo retirarme en paz…” (Pueblo Nuevo, Santiago, 16 de julio de 1979).


Durante algún tiempo seguí publicando alguna cosa, pero después lo dejé. Vi que era útil lo que hacía; y de hecho, el Padre Juan Rodríguez (Juanito) que era entonces el Director de Amigo del Hogar me pidió que continuara. Se lo agra­decí, pero yo deseaba algo diferente. Fui tomando la de­cisión de que si algo escri­biría no serían peque­ños artículos de divulgación o alguna columna; yo que­ría algo de más peso, en que –por ejemplo– pudiera citar las fuen­tes. Por eso escribí y publiqué luego en la Revis­ta Perspectivas, del Semina­rio, algu­nos artículos de este tipo. Luego los reco­gí en mi libro Pasión Vital.


Desde Imbert de Puerto Plata, hacia el año 1978, envié unos escritos al concurso Siboney; me hizo el favor de depositarlos Loida Santana. No gané ni musa­raña. En el sobre manila en que iba el material me anotaron varios números de teléfono, y por Loida supe que se trataba de uno de los miem­bros del jurado del concurso que deseaba que lo llamara, pero no supe el nombre. Llamé muchas veces hasta que me cansé, pues nunca respondieron los teléfonos.


Ese mismo material se lo di a leer a alguien que me dijeron era versado en asuntos literarios; se le perdió y no hubo manera de recupe­rarlo.
Recuérdese que las co­pias de ese tiempo eran al carbón (casi casi como los pollos…). Yo tenía reservada una sola copia y luego se la di a leer a alguien en San­to Domingo. Me vi de todos los colores para recuperarla, pues no la encontraba, pero finalmente apareció. Eso fue lo que después publiqué como Sobre la marcha, que más tarde titulé Libro de las huellas. Pero las boberías no terminan. Ese mismo librito se lo di a alguien que iba para España y tenía un ami­go miembro de la Aca­demia de la Lengua Espa­ñola (Pues no faltaba más…). Por la seguridad que mostraba el portador yo pensé que sería pan comido. ¡Y cómo no me iba a interesar una opinión tan autori­zada!


Esperé el regreso del que me hizo el favor. Cuando lo vi, le pregunté por el resultado de su gestión. Me dijo que no se había podido lo­grar nada. Cuando quiso en­tregarle el pequeño libro al académico, éste le dijo que no, que él tenía lleno un ana­quel de libros de gente que se creía poeta.


¿Pero creen que la cosa termina ahí? Pues no. En el Pontificio Instituto Bíblico de Roma cursé varias asignaturas, un par de ellas con el famoso biblista español, Luis Alonso Schökel. Como yo tenía algunos escritos de inspiración sálmica, o algo así, se me ocurrió proponerle que me leyera alguna cosa. Así lo hice y me paró en seco: “No. Solo cosas de la clase.” Supongo que tenía toda la razón, pero pensé que si hubiera sido un latinoame­ricanito cualquiera, hasta se hubiera excusado y lamentado de no poder complacer­me. Modos de ser.

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