Seminarista

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El deporte era muy bue­no en el Seminario. Espe­cialmente durante las fiestas rectorales se hacían competencias en las distintas disciplinas, también carrera de obstáculos; en una de éstas se cayó Eduardo Sención, golpeándose en el pecho con el espaldar de una silla, pues debía correr por encima de una tabla colocada sobre dos sillas (el de arriba, en la foto de abajo, halando a Pedro Ramírez).

A mí me gustaba una especie de fútbol estilo USA que jugábamos cuando llo­vía; era muy divertido y rudo, aunque terminábamos enlodados como puercos.

El equipo de béisbol era magnífico, descollando en él, Fausto Mejía, Ramón De Jesús y Hernández, Juan Manuel Rodríguez, Juan Pablo Liriano, Santos Paya­no, Rafael Peralta Brito, Víctor García, Cleofe y tantos otros. Cuando yo jugaba con los de menor categoría –que también me gustaba– me colocaban en el rai (right field) por no haber otra pla­za más a la derecha; dicen que bateando tenía estilo de leñador… No digamos más.

En honor a la verdad hay que decir que no todo era gloria en el San Pío X. Qui­zá por haber empezado precipitadamente, la selección de los candidatos fue pobre o nula. Procedíamos de casi todos los puntos del país, pues aunque había Semina­rio Menor en Santo Domin­go, incluso los de Higüey eran enviados a Licey. Ha­bía hombrotes de barba dura como Payano y Liriano y niñitos que jugaban con ­carritos en la galería (Leo Ares era uno de ellos).

Lle­gó gente urbana, muy civilizada y campesinitos embullados, como un servidor. Algunos, creo que principalmente del primer gru­po, vivían muy ocupados en captar la simpatía de las fé­minas del entorno; (sí, también oí decir que algunas de estas féminas tenían el mis­mo oficio respecto a los se­minaristas).

A casi todas las activida­des del Seminario íbamos en fila, en absoluto silencio (excepto cuando el hipo atacaba a Monchi: no había manera de detenerlo, y reso­naba en el silencio haciéndonos reír). De la capilla también se salía en fila. Los pequeñines íbamos delante y los grandulones, detrás. Un día, al salir de la capilla, los delanteros escuchamos gran ruido en la parte tra­sera. Nos detuvimos para ver, y era que se habían en­trado a pescozones Chicho (Narciso Betances) y Joel Gómez. En nuestras mentes perplejas se mezclaron la diversión y el drama. ¡Sa­liendo de la capilla!

Otro día también hubo pleito, pero nos enteramos cuando vimos a Tomás Ra­mos con su maleta al hombro, rumbo a su casa, que estaba en El Limonal, en la parte trasera del Semi­nario. Creo que el pleito fue con Andrés Espinal.

Con frecuencia teníamos boxeo. Un día estaban bo­xeando en la cancha de ba­loncesto César Mullix y Fortunado Rustand; parece que por ser paisanos (Sama­ná y Sánchez) no se golpeaban: sólo se acercaban sua­vemente los guantes. Los mirones que estábamos alre­dedor protestamos y empe­zamos a mostrarles cómo debían hacerlo; me quedó al lado Andrés Espinal y nos sumamos a la demostración, con tan mala suerte para An­drés, que le di un golpe en la cara, cayendo éste en el piso, raspándose las rodillas. Se levantó y se fue al dormitorio. Entonces se me acercó alguien a decirme que An­drés estaba preguntando qué había pasado. Me asusté muchísimo, pues si Tomás cargó su maleta, me tocaría a mí cargar la mía. Pero, gracias a Dios, la cosa no pasó de ahí.

Otro día me puse los guantes con Andrés Avelino Almánzar. (¡Tremenda osa­día! Yo era apenas algo más que espíritu). Estaba de mo­da Casius Clay (así se lla­maba todavía) y yo imitaba sus brinquitos. Andrés man­daba los mandarriazos y yo los esquivaba saltando; sólo que en una ocasión salté y no vi la enorme mata de cana, detrás de la capilla, y fui a cepillarme la frente con ella. Fin de la pelea. (El fin de mi boxeo llegó poco des­pués, en casa de Doña Ama­da, cuando me puse los guantes con Bernardo Bre­tón y me aplicó un guantazo en la nariz. Fin de la carre­ra).

Justo al lado de la capi­lla, en esta misma parte, un día de fiesta tiraron al aire un puñado de mentas sobre la carretera de cascajo. Yo metí la mano derecha para atrapar alguna, y Aurelio del Orbe metió el pie con su za­pato de tacón de suela. De recuerdo me quedan las pe­queñas marcas en tres dedos de la mano. “Y más amigos que antes”, como decía el Padre Moya.

José Carrasco, buen ami­go mocano, contribuyó con mi civilización: me regaló parte de un desodorante en pasta, verde muy claro, que venía en frasco de vidrio, con olor muy agradable. No ha de olvidarse que antes se usaba para tal fin el litargi­rio o el bicarbonato. Luego, siguiendo el consejo de Pe­dro Pérez Vargas (“¿Oyó usted lo que dijo ella?”), usábamos Sudorina estrella azul; lo malo de esta es que tenía uno las axilas engra­sadas de crema blanca todo el tiempo.

Hay que decir que el Seminario hacía una labor tremenda con nosotros, pues la mayoría éramos gente rústica.

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