Samaritana

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También en los valles de la vida, donde se desarrollan las más aguerridas peleas, está presente Dios.

 

 

Este domingo la Liturgia de la Palabra nos propone leer el relato de la Samaritana. Es la primera de tres catequesis bautismales sugeridas previo a la Semana Santa. La segunda será en torno al relato del Ciego de nacimiento, mientras que la tercera quedará iluminada por la resurrección de Lázaro. El agua es el signo bau­tismal que destaca en el relato de la Samaritana. Refle­xionemos sobre ella.

Los dos domingos anteriores se mencionaba dos montes: el de la tercera tentación (según el evangelista Mateo) y el de la Trans­figuración. Hoy el encuentro de Jesús con la Samaritana se da en un valle. Sicar, se llama el lugar donde está ubicado el pozo del encuentro. Como el agua, Jesús ha tenido que bajar hasta allí.

Si las subidas a las montañas nos hablan de nuestros encuentros con Dios, las bajadas a los valles po­drían remitirnos al encuentro con los demás, a la rutina diaria, a la lucha por la vida, al combate coti­diano. Estos encuentros podrían caracterizarse por la confrontación o por la convivencia pacífica. Los valles pueden ser el escenario de épicas batallas lo mismo que paisa­jes de paz. Esto último es lo que prevalece en el encuentro de Jesús con la mujer de Samaría.

Cuando la vida va cuesta abajo nos toca aprender del agua: siempre va en bajada, refrescando y fertili­zando la tierra. También cuando se va en bajada se puede ser generador de vida. Las aguas subterráneas son tan importantes como la lluvia.

El camino de bajada no debe ser un camino de resignación, sino un camino que encierra sus propias posibilidades, las cuales debemos descubrir a través de las llamadas que nos hace la vida misma. Tanto la bajada en sí misma como el valle donde nos adentramos tienen su encanto e invitan a sus propias fatigas. También en los valles de la vida, donde se desarrollan las más aguerridas peleas, está presente Dios. Tal vez más intensamente que en algunas cumbres.

Del agua también podemos aprender su flexibilidad y capa­cidad de amoldamiento. En una hermosa descripción de esta cualidad suya, nos dice Byung-Chul Han: El agua no tiene for­ma propia, aunque no es amorfa. Toma la forma de lo otro para revelarse: la forma del pocillo, del balde, del vaso. Es tal vez la creatura más amable, se amolda fácilmente a cual­quier forma. No impone. Es dócil y mol­deable. “Dado que no se afirma a sí misma, no ofrece resistencia, no se opone, no rivaliza… El agua supera obstáculos cediendo. Se des­pliega doblándose”. También tiene una fuerza descomunal, puede reventar los diques que pretenden detenerla. Si se le deja correr se amolda, si se le intenta obstruir el paso se resiste. Así manifiesta su vitalidad, fuerza de transformación y cambio. Toda esta simbología la descubro presente en el agua bau­tismal.

Al descender a los valles de la vida podríamos sentirnos más comprometidos que al escalar las más altas montañas. Las bajadas no suelen ser más fáciles. Tobillos y rodi­llas sufren más. La columna vertebral debe mostrarse más resistente. Cuando en el camino de la vida vamos de bajada hay que tener mu­cho cuidado y emplearse a fondo para no derrumbarse.

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