BRÚJULA

Sor Verónica De Sousa, fsp

Una de las cosas más valiosas de respetarnos es el que facilita la armonía. Esto no es algo simple: ¿sabemos respetar el que la otra persona puede ser más o menos instruida que yo, puede ser más fuerte o menos fuerte que yo, más débil o menos débil que yo… sin presionarla, dejando que evolucione a su ritmo, animándola, apoyándola? Porque el respeto no trata solo de buenas maneras: implica relaciones cordiales donde el centro no soy “yo”, sino “nosotros”, diferentes y estimados en esa diferencia. Y no se trata de confianza. La confianza que no reconoce al otro en su dignidad es abuso.

Veamos qué sucede en los espacios públicos: comer y tirar platos y papeles al piso; irrespetar el se­máforo o el paso de peatones; cruzar donde quiera o detener “el concho” en cualquier sitio; es­cuchar música a todo dar; parquear frente a una cornisa porque “está en la calle” (¡y dónde más podría estar!). Cuando mi “yo” es la medida de todas las cosas, cuando los demás no cuentan o solo cuentan si sirven a mis intereses… nos volvemos superficiales y nos desconectamos de nosotros mismos. Esta actitud se va apoderando de nuestra persona y va ganando terreno: nos hacemos arribistas, nos enfadamos por cualquier cosa, usamos malos modos y malas pa­labras, resentidos, malhumorados y violentos. Pisoteando la dignidad de los demás, perdemos la nuestra.

Después, viene el vacío en nues­tro interior. Perdimos nuestro ca­mino. Así, “la vía ancha” de la que advierte Jesús en su evangelio se convierte en camino de perdición. No solo para la vida de los resucitados sino, ya: en esta. 

Nuestra gente es buena: sencilla, afable, risueña, solidaria, sensible. El afán por “hacer cuartos y ser alguien” hace perder el placer de vivir. Hay riquezas que terminan siendo pobreza y esclavitud. En cambio, vivir en clave de respeto nos hace felices y nos rescata como personas. El respeto es también sello de calidad nacional.

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