Profeta

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– “¡Luís!” exclamó alegremente aquel amigo tan pronto levanté el teléfono.

– “¡Hola, tío Julio!” respondí con agrado reconociéndolo inmediatamente.

– “Yo sé lo que te está pasando” me dijo enseguida, “y te llamé para de­cirte una sola palabra…”

– “Todas las que quieras”, le contesté.

– “Silencio” dijo Tío Julio.

Quise argumentar. “¿Tú sabes que a mí me han puesto espías, me han calumniado, me han traicionado, y hasta se han burlado de mí..?”

– “Sí, dubú”, me dijo cariñosamente, “yo lo sé. Pero…” – y repitió la palabra: – “Silencio”.

Tío Julio era un humilde barbero de la calle José Martí esquina Benito González. Era azuano, tocaba guitarra, y era un santo. Trabajábamos juntos en una obra apostólica desde hacía 27 años, y yo sabía que era un santo, porque eso lo sabía todo el mundo. Lo que yo no pude apreciar cuando me llamó es que, en ese mo­mento al menos, también era, para mí, un profeta.

Quizás lo había conocido durante demasiado tiempo para poder darme cuenta de que me estaba hablando en nombre de Dios, así que no le hice caso a su palabra, y no hice silencio.

Me defendí, y humanamente yo tenía razón… pero, como cristiano, lo correcto hubiera sido eso: Silencio.

En el Evangelio de hoy (Lucas 4, 21-30) aparecen los judíos de Na­zareth haciendo lo mismo que yo. Jesús va a su sinagoga, aquella sinagoga de su pueblo donde tantas veces iría mientras crecía, y se les revela como el profeta. Pero ellos no le creen.

“¿No es este el hijo de José?”, dicen ellos. Lo habían conocido de­masiado tiempo para ahora creer lo que decía. Por eso exclama Jesús: “Ningún profeta es recibido en su tierra”.

El problema de ellos es que Jesús era demasiado como ellos, demasiado igual, demasiado normal.

Y es que los profetas no se exhi­ben como profetas…yo tengo que descubrirlos. Y si me llevo de las apariencias, me los pierdo. Eso me re­cuerda el cuento del niño a quien preguntaron:

“¿Qué diferencia hay entre un crucifijo y un sagrario?”.

El niño responde con sabia inge­nuidad: “Que el crucifijo parece, pero no es; y el sagrario no parece, pero es”. Busqué el significado de la pala­bra “profeta”, y encontré esta definición:

“Es un portavoz enviado e inspirado por Dios, para anunciar algo, ex­presar y hacer entender el pensamien­to y el deseo de Dios, y, a veces, anunciar el porvenir”.

Yo siempre había creído que profeta era quien decía el porvenir, pero parece que esto es lo menos importante. Que lo que importa es que transmite un mensaje de Dios, y creo que a veces hasta sin darse cuenta. El asunto es que ningún profeta se las da de profeta y la mayoría de las veces, ni si quiera lo parece.

Por ejemplo, un amigo me contó que un día se levantó muy temprano, y cuando iba a entrar a la sala de su casa vio a su papá arrodillado orando frente a un cuadro del Sagrado Cora­zón de Jesús.  El papá no lo vio a él, y él se retiró prudentemente, pero nunca se le ha olvidado esa imagen. Este padre nunca habló de la fe a sus hijos, pero, ¿usted quiere un mensaje más claro que éste…?

LA PREGUNTA DE HOY

¿Podría usarme Dios como profeta?

No hace falta tener estudios de teología o un doctorado en filoso­fía para que Dios use a una persona para transmitir algo.

Sólo se requiere una conciencia clara de nuestra indignidad ante Dios, un corazón humil­de y abierto para escu­char su voz en oración, y un deseo de compartir lo que Dios nos ha dicho.

Usted no necesita ser un orador elocuente, porque hablar proféticamente no siempre significa hablar dramáticamente.

Tampoco se requiere tener dominio total de todos lo elementos de la fe cristiana. Sólo la hu­mildad y la confianza para aprender a hacer silencio y escuchar a Dios, y luego dejarle que hable a través de usted.

Recuerde que, como dice M.A. Santana, “el Señor no llama a los capacitados, pero capa­cita a los que llama”.

“Ojalá todo el pue­blo del Señor fuera profeta”, dijo Moisés, “y recibiera el Espíri­tu del Señor. (Núme­ros 11, 29).

Ojalá usted y yo aprendiéramos a descubrir y escuchar a los profetas que están actualmente entre nosotros, y ojalá que igualmente descubra­mos que también a nosotros puede Dios usarnos, si así desea hacerlo.