Precisamos cultivar la inteligencia espiritual

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En la segunda entrega de esta serie, basados en el libro de Fran­cesc Torralba, ya citado, desarrolla­mos, aunque de forma muy escueta, las principales capacidades y forta­lezas que desarrollan las personas dedicadas al cultivo de la inteligencia espiritual. En esta última entrega nos centraremos en esbozar, a gran­des rasgos, las principales actitudes que, conforme el referido autor, precisamos afianzar para el cultivo de la inteligencia espiritual, a saber:

1.- La práctica asidua de la so­ledad. Se torna imprescindible separarnos periódicamente del mun­do, del “mundanal ruido” de que nos hablaba el poeta Fray Luis de León, si aspiramos alcanzar equili­brio entre la exterioridad y nuestro mundo interior. Cultivar la soledad y la relación con la trascendencia no es alejarse del mundo; es el medio por excelencia de enriquecernos interiormente para que nuestras re­laciones con los demás tengan consistencia

2.- La contemplación. Los seres humanos, como nos recordaba Aris­tóteles, además de actuar y producir, somos capaces de contemplar. Él mismo nos recordaba que los “hombres empezaron a filosofar después de contemplar el cielo y las estre­llas”. Cuando contemplamos nos sumergimos en la realidad, nunca procuramos poseerla. Contra esta necesaria actitud conspiran “el acti­vismo salvaje que impide contemplar la realidad” y la dispersión que nos arropa. “La constante multiplicación de estímulos sensitivos hace imposible contemplar algo atentamente”.

3.- El ejercicio de filosofar. La actividad filosófica trasciende el cultivo de la inteligencia. Conecta con nuestra más profunda intimidad, de suerte que nos ayuda a ser mejores y a desarrollar a plenitud nuestro ser.

4.- El diálogo socrático. El diá­logo nos hace receptivos para la captación del sentir, las necesidades y aspiraciones de nuestros semejantes. Fortalece nuestra empatía y capacidad de escucha.

5.- El ejercicio físico. Cuando practicamos ejercicio físico de for­ma sostenida podemos aprender a canalizar mejor nuestras emociones negativas. El deporte, como afirma­ra el gran filósofo alemán Karl Jas­pers “es una defensa contra el an­quilosamiento… a través de él se estimula la autotrascendencia”.

6.- El dulce no hacer nada. No se trata de la vagancia improductiva. Consiste esta actitud, por el contrario, en detenernos un poco des­pués de la velocidad extenuante, romper con la rutina. Es la ocasión propicia para buscar y encontrar el sentido a las cosas. No es un tiempo estéril ni vacío.

7.- La experiencia de la fragilidad. La muerte, el dolor, la enfermedad, la culpa, constituyen, entre otras, esas “situaciones límite” de que nos habla la filosofía en las cua­les se pone en acción nuestro espí­ritu interrogativo. Son aquellas circunstancias de las que no podemos escapar, pero que tampoco podemos alterar. Pero las mismas nos huma­nizan y nos ayudan a trascender cuando las asumimos con entereza y humildad pues, a diferencia de otras criaturas, nuestra fragilidad puede encontrar un sentido último.

8.- La práctica de la medita­ción. Como nos recuerda Torralba, la meditación “consiste en cultivar con método la atención y cultivar armónicamente la mente para po­tenciarla. Consiste en prescindir del pensar, en purificar el interior para, de este modo, mejorar tanto la vida emocional como mental y acceder al sosiego”.

9.- El ejercicio de la solidaridad. La solidaridaridad practicada auténticamente; no realizada con afán exhibicionista ni en procura de obtener reconocimientos, constituye un acto de humanización que nos eleva espiritualmente. “Vivida de este modo no es una pura acción ni un puro pragmatismo; es, primariamente y ante todo, una experiencia espiritual, de profunda unión con el ser del otro”. Es, recordando al des­tacado teólogo Jon Sobrino “un mo­do de ser y de comprendernos como seres humanos, que consiste en ser los unos para los otros para llegar a estar los unos con los otros, abiertos a dar y recibir unos a otros y unos de otros”.

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