Por Europa en tren

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En Londres nos llegó el medio día caminando por una exclusiva zona, no lejos del Big Ben. Miramos a ver si había algún lugar donde pudiéramos comer algo. Le pasamos por el frente a un restaurante con grandes espejos en la fachada, muy lujoso, pero no había nada más por ahí; según dicen los compañeros, el hambre mía fue la culpable de que entrá­ramos al referido lugar.

Nos recibió un joven mozo, alto y rubio, con cara risueña. Nos pasaron la car­ta, muy elegante, en eviden­te contraste con nuestra fa­cha. Saltamos el antipasto y pedimos pasta italiana (íba­mos de Roma…). Pienso que el mozo pensaría, al vernos: “Son feos, pero vendrán de algún país petrolero…”. Fausto pidió algo con nombre raro; cada uno pidió lo suyo, y yo pedí carbonara por más común. Cuando trajeron la de Fausto, era algo más raro que el nombre: una especie de leche muy blanca con algo como cáscaras de haba muy verdes, flotando entre lo blanco. Fausto, que no es caballo de buena boca  como yo, plegó la cara al instante; por eso le di mi carbonara y me dispuse a consumir la tal cosa.

Pero lo grande fue cuando el mozo vio que solo íba­mos a comer pasta, pues pe­dimos la cuenta. ¡Qué desi­­lusión tan grande! Fue in­creíble la cara de disgusto que puso. Dicen los compa­ñeros que pagamos veinti­­cinco dólares cada uno, pero yo no me acuerdo.

Del dinerito que cambié en Londres, conservé una libra esterlina y algunas mo­nedas más para la colección de mi hermano Constantino.

De Hungría le di muchas monedas más, pues cambia­mos dinero y luego éramos incapaces de gastarlo, pues todo era baratísimo; yo compré, al salir, casettes de música típica magyar (húngara), y aun así me quedó dinero. (En varias ocasiones nos pasó que, personas ocultas detrás de algo, nos hacían señas para que les vendiéramos dólares. Y lo mismo nos pasó a mi hermano Martín Alejo y a mí en Cuba, en mayo de 1992).

Al pasar de Londres a Bélgica tuvimos problemas, pues no distinguían entre República Dominicana y Dominica; y los habitantes de ésta necesitaban visa.

Llegamos al amanecer después de haber ‘dormido’ en el ferry, y tuvimos que esperar buen rato hasta que las autoridades belgas repa­saran la geografía y la diplomacia.

 

Culebras en Amsterdam

 

Luego fuimos a Amster­dam, Holanda. Al bajar del tren, saliendo hacia el frente de la estación había un hombre exhibiendo tremenda serpiente, y el padre Fausto Mejía, que tiene fobia hasta del nombre de la misma, saltó por otra parte.

Salimos de esa y nos dispusimos a caminar un poco por la ciudad. (Ya yo me ha­bía ganado un sanantonio en Londres por estar dando opiniones); aquí, Fausto proponía ir por una gran avenida que partía de la misma estación. Yo decía que las avenidas son parecidas en todas las ciudades, que fuéramos mejor hacia la izquierda pues, además, se divisaba una iglesia, que quizá era la catedral. Esta vez me hicieron caso. Y no se arrepintieron.

Empezamos a caminar en esa dirección y comenza­mos a ver policías armados en todas las esquinas. Luego vimos ‘hombres’ con pe­lambre de todos los colores. Aparecieron entonces las tiendas de cuantos objetos sexuales, y los centros de sexo en vivo, hacia los cua­les casi nos tomaban por los brazos. “¿Es que no les gus­ta?” le dijeron a uno de no­sotros. ¡Válgame Dios del cielo!

Doblamos a la derecha y empezamos a encontrar frondosas mujeres negras  (dijeron que de Curaçao), sentadas en las aceras, casi como Dios las echó al mun­do. Llegamos a la iglesia, que era de planta poligonal (quizá octagonal) y fuimos rodeándola, buscando la en­trada. En eso alcanzamos a ver lo que solo habíamos oído mencionar: era el me­diodía, y muchas mujeres con poquísima ropa la ma­yor parte, metidas en vitrinas hacían visajes a los tran­seúntes, mientras sostenían una cantina en la mano, de donde comían.

Nos encontramos con una en la calle y, como nos pareció conocida, la saluda­mos; ella respondió el saludo, pero con desconfianza. Preguntó que de dónde éra­mos y le dijimos que de la Rep. Dominicana. Como ella daba señales de no creerlo, yo le dije que mira­­ra la banderita que tenía una de las gorras (la de Toño). Ella dijo con tono de recla­-mo: “Pero no tiene el escu­­dito…”. En eso voceó la que estaba en la primera vitrina: “Fulana, ¿Pasa argo?” Nuestra interlocutora le contestó que no pasaba nada. Estas dos eran de piel algo clara. Dejamos a las do­minicanas y seguimos bordeando la iglesia: a un lado el templo, y al otro las vitrinas con las mujeres, va­rias de ellas negras.

Por fin vimos una puerta de la iglesia, pero estaba ce­­rrada, y estaba sentado en el piso recostándose en ella, tre­mendo rubio que se dis­-ponía a meterse la aguja de una jeringa. Ahí ya todos apresuramos el paso para salir de aquel infierno, llamado –paradójicamente– paternoster kerk (iglesia del padrenuestro).

Hace un par de años (o sea, más de veinte años des­pués) coincidí en el avión con una joven dominicana que venía de Europa hacia el país. Al mencionar ella Ho­landa, le referí lo que había­mos pasado y las mujeres que habíamos encontrado. Ella se quedó mirándome y me dijo: “Yo no trabajo en eso, yo solo les vendo las prendas que ellas usan”. (Es­te mundo es pequeñito… Más de veinte años des­pués).

 

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