Ponte detrás de mí

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Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

 

 

“Ponte detrás de mí”, es lo que le manda Jesús a Pedro cuando éste se le atraviesa en el camino. Con esa expresión quiere decirle que se ponga en el lugar que le corresponde como discípulo y no pretenda entorpecer el camino del maestro, que en este caso es el camino de la cruz. El bienaventurado Pedro (Evangelio del domingo pasado) de repente se porta como “Satanás”; esto es, alguien que intenta persuadir a Jesús de que abandone el camino que Dios le ha indicado.

¡Cuánto nos cuesta dejar que Dios sea Dios! ¡Y cuánto nos gustaría (y pedimos) que Dios haga nuestra voluntad! ¿O acaso no es eso lo que quisiéramos cuando le dirigimos alguna súplica? Por el contrario, cuando nos ponemos detrás del Maestro es como si le dijéramos: indica tú el camino y marca el ritmo de nuestros pasos.

Después de este desliz de Pedro, camino de Jerusalén, los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) nos presentan a Jesús instruyendo a sus discípulos sobre su verdadero mesianismo, un mesianismo que pasa por la cruz, camino que también el discípulo habrá de recorrer si quiere llegar a plenitud de vida. El horizonte de la resurrección supone el paso por la muerte en la cruz. Es precisamente lo que Pedro consi­dera inaceptable. Su reacción muestra que aún no ha entendido el significado del ministerio de Jesús ni el misterio de la vida misma.

En esta escena Pedro actúa como el mismo Satanás lo hizo en el momento de las tentaciones: quiso interponerse entre Jesús y la misión que Dios le había enco­mendado. Un escándalo. Piedra de tropiezo. Una trampa. Allí el demo­nio le propuso la autosatisfacción, el triunfo y el poder como estilo de vida; algo totalmente opuesto a la voluntad de Dios sobre él. Pedro actúa de la misma manera, obstaculizando el camino de la cruz. Él, que antes se había mostrado como piedra firme, capaz de soportar el peso de la Iglesia, ahora aparece como piedra de tropiezo.

La cruz es para Jesús signo de libertad y de amor. Por eso dice a Pedro y a los demás discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. Con esa exigencia los invita a desprenderse de su propio ego, el mayor de todos los tiranos. Nuestro ego quiere siempre ocupar el centro, quiere imponerse cueste lo que cueste, incluso a costa de la propia vida. Byung-Chul Han, el filósofo surcoreano radicado en Alemania, ha reflexionado sobre “el sujeto de rendimiento contemporáneo, que se violenta a sí mismo, que está en guerra consigo mismo”. De él dice que, aunque se cree en libertad, es en realidad un Prometeo encadenado y cansado por la obligación de tener que rendir al máximo y ser siempre exitoso. Se somete a la autoexplotación. Un claro eco a lo que dice hoy Jesús en el Evange­lio: “Quien quiera salvar su vida, la perderá”.

Si queremos llegar a ser noso­tros mismos, que es lo mismo que salvar la vida, debemos liberarnos de la presión del ego que nos exige que rindamos de forma extrema para estar a la altura de las cir­cunstancias. Así es como el que intenta ganar el mundo entero, pierde su alma. Pienso aquí en el alma no solo en su connotación espiritual, sino en su sentido más filosófico-antropológico: dinamismo vital interno. Un ego fundido por la autoexigencia es un yo quemado.

Cuando Jesús habla de cargar la cruz y de negación de sí mismo no se refiere a la desaparición del yo, sino a la tiranía del ego que nos pone a girar egoísta y narcisistamente en torno a noso­tros mismos. Todo lo contrario a una vida auténtica, aquella que es entrega y compromiso. Negación de uno mismo. Esa actitud que, como afirmaría Levinas, dice al otro: “Después de usted, Señor”.

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