Juan 15:26-27; 16:12-15

15:26 Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. 27 Pero también ustedes darán testimonio, porque están conmigo desde el principio. 16:12 Mucho tengo todavía que decirles, pero ahora no pueden con ello. 13 Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les anunciará lo que ha de venir. 14 El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. 15 Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes.

Queridos amigos,

Acabamos de escuchar un pasaje del Evangelio de Juan – en realidad son dos versículos del capítulo 15, en los que me detendré, y otros cuatro del capítulo siguiente – en el que el autor reflexiona sobre lo qué es el Espíritu Santo, en el que ofrece una pista para entender lo que significa recibir el Espíritu Santo, y no podía ser de otra manera dado que estamos celebrando la gran solemnidad de Pentecostés. Pues bien, lo primero que es importante entender es el nombre, el título que Juan utiliza para indicar al Espíritu Santo, que es “Paráclito”.

En griego paracletós tiene dos significados: el primero es el significado que procede del vocabulario forense, del vocabulario jurídico, y es el abogado defensor, el que habla en nombre del que está siendo sometido a juicio, es el que apoya e invoca la gracia. Es el espíritu que encontramos cuando celebramos el sacramento de la confesión, el que nos ofrece el perdón del Padre.

Hay una segunda traducción posible, y es consolador. Es siempre el que te consuela, el que está a tu lado, pero lo hace ante el que teme estar solo y le dice ‘no estás solo, ¡el Señor está contigo!’. Aquí está el Espíritu consolador y esa presencia de Dios que te dice yo estoy contigo, no estás solo, y que te defiende como un abogado defensor en ese gran juicio interior que tiene lugar en el corazón de cada hombre.

En el proceso hebreo, el papel del acusador lo hace el satán, término que entendemos sin necesidad de traducción; en el proceso interior de búsqueda de nuestra identidad y verdad, ese satán es un poco el viento en contra en nuestro corazón, son esos pensamientos, esas voces que hablan mal de ti, que te dicen que Dios no te puede salvar, que Dios te ha olvidado, ese es el acusador. En ese proceso que se da dentro de nuestro corazón, donde estamos frente a Jesús, algunas voces me dicen que Jesús no me salva, en cambio el Paráclito me dice que Jesús salva, que desea salvarte.

Jesús es el salvador. Este es el primer acercamiento para entender lo que es el consolador. Pero el texto dice ‘cuando venga el consolador’ ¿qué significa eso?

En realidad, Jesús está hablando de su resurrección, y esto es ingenioso en Juan, porque el evangelista pone en escena a un Jesús que está hablando de su resurrección como obra del Espíritu Santo, porque sabemos que Jesús resucitó, porque el Padre envía el Espíritu de vida sobre él, sobre el Jesús muerto en el sepulcro. El Padre eterno, con su espíritu, con su soplo, resucita a Jesús, pero al mismo tiempo ese soplo es el mismo Espíritu Santo que nosotros también recibimos.

Por eso, para el evangelista Juan, la resurrección de Jesús coincide con nuestra recepción del Espíritu Santo, y nosotros, que recibimos el Espíritu Santo, estamos recibiendo el mismo poder, la misma presencia de Dios que hizo resucitar a Jesús. Estamos entrando en el mismo acontecimiento de la resurrección de Jesús: la resurrección de Jesús es nuestro Pentecostés, nuestra recepción del Espíritu Santo y nuestro ser habitado por el Espíritu Santo. Los dos acontecimientos coinciden, son la misma cosa, son uno.

También es importante detenerse en la palabra que traducimos como espíritu, en griego pneuma. Significa el aliento, lo necesario para vivir; significa también la brisa, el viento. Es una palabra de la que los lectores hebreos helenizados, los que por entonces hablaban en griego, tenían dos referencias muy precisas: la primera es ese viento de vida, ese aliento de vida que Dios sopla en las narices del primer hombre, de Adán. Así pues, queda claro que cuando Jesús dice “Yo les enviaré el Espíritu del Padre”, se refiere a cuando reciban la vida nueva. Cuando venga – dice Jesús implícitamente –, también para mí, cuando este viento, que es el soplo del Padre, se derrame en mí, volveré a vivir, y viviré para siempre.

En otras palabras, recibirás mi resurrección como un viento nuevo, pero cuidado, el viento es algo imperceptible, delicado, suave y tierno, pero al mismo tiempo puede tener una violencia y un poder increíbles.

Aquí se trata del Espíritu Santo, la máxima delicadeza junto con la máxima fuerza; vivificante porque es el aliento de vida.

Para los judíos, el viento tenía un segundo recuerdo de un momento de la historia de Israel, cuando Dios sopló durante toda la noche, y con este viento suyo abrió un corredor en las aguas del Mar Rojo para permitir al pueblo salir de Egipto, salir de la esclavitud. Es la historia del Éxodo que escuchamos en la Vigilia Pascual. Así pues, este viento no es sólo un viento que da vida, no es sólo la promesa de recibir la plenitud de la vida, sino que es también la promesa de atravesar la muerte, simbolizada por las aguas del Mar Rojo, la promesa de superar todas nuestras muertes, nuestras esclavitudes existenciales.

Juan añade otra palabra clave “el espíritu de la verdad”, la verdad en la biblia es un viaje, un viaje de la memoria, es el paso del olvido al recuerdo. Significa comprender en profundidad la historia de Dios en mi vida, ¡esa es la verdad! Un viaje en el que abro los ojos a la revelación de la plenitud de Dios en mi vida. Para Juan, la verdad no es un concepto abstracto, es una persona, es Jesús de Nazaret. El encuentro con Él despierta la memoria y da visibilidad a la presencia de Dios en la carne humana, en la historia humana, en mi historia.

El Espíritu de la verdad es ese aliento nuevo, esa nueva forma de vivir, esa nueva forma de sentir, de pensar, de razonar uniendo cabeza y corazón, que me hace recordar la plenitud de la presencia de Dios en mi vida, que me hace encontrarme con Jesucristo. Y aquí Juan propone una última expresión clave, la tercera: “dar testimonio”, en griego martús. Martús también procede, como Paráclito, del vocabulario jurídico: es el testigo ocular, es el que ha visto y cuenta lo que ha visto.

Estamos de nuevo en el juicio que tiene lugar en nuestro corazón, un juicio en el que hay acusación y defensa, hay un acusado que eres tú. Pero en este caso, nos damos cuenta de que el acusado, se ha convertido en Jesucristo porque el acusador, el satán, dice dentro de ti que Jesús no puede salvarte, no puede hacer nada por ti: no es la salvación de Dios. Pero el nombre Jesús significa realmente Dios salva, y eso es lo que te dice el Paráclito: Dios salva. Pero no sólo lo dice, el Espíritu da testimonio. Da testimonio de su resurrección, la resurrección que celebramos hace unas semanas. No es casualidad que se diga que Pentecostés es la plenitud de la Pascua, porque hace comprender lo que es la Pascua, hace comprender lo que es la resurrección.

La resurrección es evidentemente Jesús, que aparece, que se hace visible, perceptible, comprensible, comprendemos todo el amor que lo llevó a la cruz: en la resurrección comprendemos la cruz.

La resurrección es el testimonio de la cruz, no en vano en las apariciones el resucitado muestra los signos de la cruz. El Espíritu da testimonio del amor del Hijo, del amor de Dios por nosotros que le llevó a dar la vida, a decir te amo más que a mí mismo, estoy loco de amor por ti, hasta el testimonio más alto: el martirio.

Pero aquí, las palabras de Jesús que nos relata el evangelista nos dan un poco de escalofríos: “también ustedes darán testimonio de este modo”.

Sin embargo, no se trata de un martirio inmediato, primero estamos llamados a concluir por el poder del Espíritu el proceso interior al que nos hemos referido.

En el juicio judío se necesitaban al menos dos testigos para absolver a un acusado. En los relatos de Juan, un testigo es siempre el protagonista de los signos de Jesús, el paralítico, el ciego de nacimiento; el otro testigo es el lector, somos nosotros los llamados a subir al estrado, pero de este modo nos hacemos partícipes de la resurrección.

Una participación con la que la plenitud del Espíritu en nosotros nos lleva por los caminos de la vida a seguir siendo testigos de las otras resurrecciones de las que somos testigos: la nuestra, en primer lugar, la del paso de la duda a la certeza del amor de Dios, de la tristeza a la alegría; pero también la de nuestros hermanos y hermanas que han encontrado el amor crucificado.

Nos convertimos en el segundo “mártir” que toma partido, pero es precisamente así como participamos en la resurrección: en ese momento es el Espíritu que resucitó a Jesús el que está en plenitud dentro de nosotros. La mayor participación en la resurrección de Cristo es ser testigo: cuando eres testigo de la fe, cuando tomas partido por Jesucristo, cuando estás tan lleno de alegría que puedes dar la vida con Jesús, en ese momento eres uno con la resurrección de Jesús. En ese momento damos testimonio con nuestra vida de que el Señor está vivo, ha resucitado, porque es Él quien nos hace hombres y mujeres diferentes, hombres y mujeres que respiran el aliento de Dios, de su amor, que viven como Él ¡amando!

En el cenáculo junto a los Apóstoles estaba María, la Madre de Jesús, le pedimos: ayúdanos, Virgen de la Altagracia a dar cabida en nuestras vidas al Espíritu de la Verdad, para convertirnos en Testigos de la Verdad que es el amor de Dios manifestado en la Cruz