En los últimos días me hacen la misma pregunta: “Pedro, ¿qué haremos con las domésticas, es decir, con  las que laboran en nuestras casas?”.  La inquietud nace luego de que el Ministerio de Trabajo y el Comité Nacional de Salarios regularan el trabajo doméstico, reconociéndole a este sector derechos que no poseía.

Es algo justo, pues, como expresa el artículo 39 de nuestra Constitución relativo al derecho a la igualdad, todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, reciben la misma protección y trato de las instituciones, y gozan de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación. La norma entró en vigencia el pasado lunes 19 de diciembre. No me referiré a su contenido, pero sí a aspectos humanos.

No todos tenemos el privilegio de contar con su ayuda. La mayoría son mujeres, pues se adaptan más fácil a nuestros hogares que los hombres, especialmente si hay niños. Muchas nos inspiran confianza y a los pocos días ya comparten con nuestra familia, de la que en cierta manera pueden formar parte. Conocen nuestros problemas cotidianos en ocasiones mejor que nuestros amigos. Les dicen “las señoras del servicio” con razón: son servidoras.

Sin ellas no podríamos producir para vivir, seríamos esclavos en nuestras moradas, que requieren día a día atención y cuidado.  Y gastaríamos nuestros chelitos en restaurantes y en caso contrario prepararíamos la misma comida en nuestras cocinas, tragándonos cada bocado, porque nuestros compromisos en la calle no resisten espera.

Sin ellas nuestras casas no estarían limpias y organizadas, habría ropas tiradas, platos sucios, etc. Tampoco podríamos asistir a las actividades propias de los adultos, porque no tendríamos con quién dejar a los chicos.  Sin su apoyo, se nos complicaría ser puntuales a la hora de llevar a nuestros hijos al colegio. Ellas siempre están ahí, sin horario definido, dispuestas a ocuparse de mil tareas para nuestra comodidad.

Las domésticas son vitales en la sociedad. Nos permiten el espacio para desarrollarnos. En esencia, se sacrifican por nosotros; lo triste es que muchos no nos damos cuenta y atendemos mejor a los extraños que a quienes nos asisten cada momento, cuidando nuestra prole como una madre, atentas para que estemos bien alimentados y con nuestra camisa planchada.

He visto a personas que se ufanan de ser altruistas, colaborando en telemaratones en favor de los pobres y lo destacan en la prensa, pero son incapaces de preocuparse en silencio por su “señora del servicio” que tiene necesidades básicas sin cubrir, que con un poco de voluntad se resuelven. Por ello, cuando me preguntan, “: Pedro, ¿qué haremos con las domésticas? Les respondo: cumplir con la ley.

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