+ Freddy Bretón

Jamás podría yo ser indiferente ante el templo de la parroquia en la que recibí los sacramentos de la iniciación cristiana. No hablaría bien del hijo el hecho de olvidar el seno en el que fue forjado en luz. Y no solo yo. También mis amigos Bruno Rosario Candelier, Adriano Miguel Tejada y toda una pléyade de personas distinguidas de Moca y de sus comunidades aledañas, todos bebimos en esta misma fuente espiritual.

Permanece vivo aun en mi memoria el día de la solemnidad de la Patrona del año 1952, en que –vestidos de blanco– desfilamos por las calles de la ciudad la multitud de niños y niñas de primera comunión, acompañados por el párroco y los acólitos, por  los parientes, catequistas y fieles de toda condición social, mientras la banda de música henchía los aires con las notas de aquellas marchas sosegadas y piadosas, para asombro de los oídos infantiles y rurales, que tal era mi caso.

 Hacia ese mismo lugar peregrinaron mis antepasados: ocho o diez kilómetros a pie, venciendo el polvo en la sequía o el fango, especialmente durante los temibles temporales de mayo.

Los domingos salía el grupo, sin relojes en plena madrugada, para aprovechar la misa de la aurora. No pocas veces los confundió la casi diurna claridad de la luna, o el extemporáneo canto de un gallo atolondrado, por lo que llegaban a dormir el último sueño en los bancos del parque, hasta que abrieran las puertas de la Iglesia.

Es reconfortante saber que desde tiempos remotos se honró a la Virgen Santísima en nuestro lar nativo. Me pregunto cuánto habrá influido sobre nuestra idiosincrasia la ternura de esa Madre, fervorosamente venerada por tantas personas. En gran deuda estaremos siempre con los creyentes de la primera hora, en su mayoría anónimos. Y con todos los que les siguieron, incluyendo los que estuvieron o están en nuestro entorno, irradiando sobre nosotros el benéfico ardor, o el calor de vida que ha forjado nuestra fe hasta el presente.

Cuánto anhelo yo que el pueblo de Moca, así como todos los pueblos, se aferren a esta vital devoción, sin dejar caer en el vacío el tesoro de Dios tan celosamente cultivado y conservado por nuestros antepasados.

Me tocó frecuentar este templo como seminarista menor, cuando era párroco el querido Padre Daniel Cruz Inoa, con quien visité Paso de Moca y algunas comunidades más, y en ese tiempo también enseñé algunos cantos litúrgicos a un grupo de jóvenes de dicha parroquia. Siendo párroco el inolvidable Mons. Pedro Gilberto Jiménez, y yo seminarista mayor a las puertas del presbiterado, me tocó participar en esta iglesia (12 de julio de 1977) de las exequias de Mons. Carlos Tomás Bobadilla Urraca –quien me bautizó–, presididas por Mons. Roque Antonio Adames Rodríguez, Obispo de Santiago.

Siendo ya sacerdote, me serví espléndidamente de los archivos parroquiales del Rosario, para la extensa investigación sobre mis antepasados que publiqué en el año 2003 con el título de El Apellido Bretón en la República Dominicana. El párroco lo era entonces el amigo, infatigable apóstol,  Juan de la Cruz Batista. Y las competentes secretarias parroquiales –que bien me asistieron en mi faena– Sonia Pichardo Encarnación y Dinorah Santana Sarante.

Pienso, por ejemplo, en tantos sacerdotes abnegados, así como en los laboriosos hombres y mujeres del campo y de la ciudad que, con la adhesión que brota de la fe, mantuvieron encendido el fuego divino en el santuario local. Y también rememoro el dramatismo de aquellas terribles horas en que, heridos por el invasor,  muchos ciudadanos regaron con su sangre el sagrado lugar. Es tradición en mi familia que, de una jovencita que preservó la vida por haber quedado bajo los cadáveres, desciende nuestro linaje. Todo esto lo ha plasmado certeramente el Dr. Bruno Rosario Candelier en su novela histórica El Degüello de Moca (2018).

Han pasado los años, y a pesar de algún mal cristiano, o incluso de ministros de frágil conducta moral, la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario ha podido mantenerse como un oasis en medio de la población, y como un faro de luz para la región.

Si se me pregunta qué significado tiene para mí, diré que –sin duda– es un verdadero tesoro que albergo en lo profundo del corazón. Su irradiación espiritual debe seguir inspirando nuestra vida cotidiana. Su invaluable aporte debe trascender, generación tras generación. Es lo único que garantiza que no terminemos aniquilados por la pérdida completa del sentido.

Considero que, valorar debidamente esta riqueza es el modo más efectivo de mostrar gratitud,  y de paso, ir saldando de manera constante la honrosa deuda contraída con nuestros mayores.

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