Palabras desfasadas

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Con las palabras sucede lo que pasa con la ropa. Los dictámenes de la moda im­ponen la evolución en las prendas de vestir. Lo que un año gusta por elegante, al año siguiente se considera ri­dículo. En la Iglesia, por ejemplo, la palabra “dogma” go­zaba de buena salud. Con el tiempo, esa palabra y más aún el adjetivo “dogmático” fueron adquiriendo significado peyorativo. Sonaban a ri­gidez mental o conservadu­rismo extremo. Entonces se prefirió referirse a los dogmas como artículos de fe. En los seminarios se le cambió el nombre a la Teología Dogmática y se le puso Teo­logía Sistemática. Y a la Apologética se le llamó Teo­logía Fundamental.

La Iglesia se componía de seglares, religiosos y clérigos. A los primeros ahora se les llama “laicos” y a los se­gundos “consagrados”. Los clérigos con votos religiosos se les conocía como clérigos regulares; a los otros le de­cían clérigos seculares. A estos últimos ahora se les llama sacerdotes diocesanos. La palabra “secular” comenzó a significar antiguo o in­cluso mundano.

El promotor vocacional no debe promocionar “el estado clerical”, sino hablar de la vocación sacerdotal. El adjetivo “clerical” ha perdido terreno. Incluso se menciona una especie de ideolo­gía llamada “clericalismo”, a la que se achacan cuantos males padece la Iglesia. Cu­riosamente, nunca la Iglesia ha sido menos clerical que ahora. Gracias al Concilio Vaticano II, los laicos han ido ocupando más espacio en la organización eclesial. La Constitución Lumen Gen­tium sobre la Iglesia trató en primer lugar sobre los laicos. Autores como San Francisco de Sales y San John Henry Newman, entre otros, habían preparado el terreno para que se involucrase más a los lai­cos en la vida de la Iglesia. Ahora abundan los teólogos laicos y cada vez hay más laicos, hombres y mujeres, en posiciones de responsa­bilidad tanto en la Santa Sede como en las diócesis. Lo que en otro tiempo se conocía como “seglares de­votos” pasó a llamarse “lai­cos comprometidos”.

La palabra “jerarquía” dejó de usarse con referencia a los obispos por sonar clasista o autoritaria. Ahora se prefiere hablar del episcopado, no de la jerarquía eclesiástica. Los palacios episcopales comenzaron a conocerse como obispados. Y las cancillerías diocesanas recibieron el nombre de centros pastorales. Al apostolado ahora se le designa como actividad pastoral.

A quienes negaban las doctrinas fundamentales se les calificaba de “herejes”. Esa palabra ha quedado des­terrada como vocablo mal sonante y poco caritativo. Al hereje se le llama hermano alejado; y si pasa a otra reli­gión se convierte en herma­no separado.

En los seminarios y casas religiosas de formación había directores espirituales. Ahora eso de “dirigir” no cae bien. Se prefieren términos como consejero o acompa­ñante. También a los que dirigen retiros los están llamando acompañantes.

El vocabulario eclesial siempre ha evolucionado. Por ejemplo, dentro de Nue­vo Testamento se nota que en el léxico paulino hay ­palabras que no se encuentran en los evangelios; son las mismas enseñanzas, pero no el mismo lenguaje. Luego en tiempos ya patrísticos vemos cómo los primeros concilios incorporaron los conceptos de “naturaleza”, “persona” y sustancia”; de aquella época data el imperecedero “consusbstancial”.

Debe discernirse la evolución del vocabulario en la Iglesia. Se aceptan nuevos términos si obedecen a una lectura evangélica de los signos de los tiempos, es decir, si lo requiere la debida inculturación del Evangelio de acuerdo a tiempos y lugares. Pero deben evitarse vocablos que provengan de ideologías ajenas al espíritu de Jesu­cristo.

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