por Eduardo M. Barrios, S.J

       Con las palabras sucede lo que pasa con la ropa. Los dictámenes de la moda imponen la evolución en las prendas de vestir. Lo que un año gusta por elegante, al año siguiente se considera ridículo.

         En la Iglesia, por ejemplo, la palabra “dogma” gozaba de buena salud. Con el tiempo, esa palabra y más aún el adjetivo “dogmático” fueron adquiriendo significado peyorativo. Sonaban a rigidez mental o conservadurismo extremo. Entonces se prefirió referirse a los dogmas como artículos de fe. En los seminarios se le cambió el nombre a la Teología Dogmática y se le puso Teología Sistemática. Y a la Apologética se le llamó Teología Fundamental.

         La Iglesia se componía de seglares, religiosos y clérigos. A los primeros ahora se les llama “laicos” y a los segundos “consagrados”. Los clérigos con votos religiosos se les conocía como clérigos regulares; a los otros le decían clérigos seculares. A estos últimos ahora se les llama sacerdotes diocesanos. La palabra “secular” comenzó a significar antiguo o incluso mundano.

         El promotor vocacional no debe promocionar “el estado clerical”, sino hablar de la vocación sacerdotal. El adjetivo “clerical” ha perdido terreno. Incluso se menciona una especie de ideología llamada “clericalismo”, a la que se achacan cuantos males padece la Iglesia. Curiosamente, nunca la Iglesia ha sido menos clerical que ahora. Gracias al Concilio Vaticano II, los laicos han ido ocupando más espacio en la organización eclesial. La Constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia trató en primer lugar sobre los laicos. Autores como San Francisco de Sales y San John Henry Newman, entre otros, habían preparado el terreno para que se involucrase más a los laicos en la vida de la Iglesia. Ahora abundan los teólogos laicos y cada vez hay más laicos, hombres y mujeres, en posiciones de responsabilidad tanto en la Santa Sede como en las diócesis. Lo que en otro tiempo se conocía como “seglares devotos” pasó a llamarse “laicos comprometidos”.

         La palabra “jerarquía” dejó de usarse con referencia a los obispos por sonar clasista o autoritaria. Ahora se prefiere hablar del episcopado, no de la jerarquía eclesiástica. Los palacios episcopales comenzaron a conocerse como obispados. Y las cancillerías diocesanas recibieron el nombre de centros pastorales. Al apostolado ahora se le designa como actividad pastoral.

         A quienes negaban las doctrinas fundamentales se les calificaba de “herejes”. Esa palabra ha quedado desterrada como vocablo mal sonante y poco caritativo. Al hereje se le llama hermano alejado; y si pasa a otra religión se convierte en hermano separado.

         En los seminarios y casas religiosas de formación había directores espirituales. Ahora eso de “dirigir” no cae bien. Se prefieren términos como consejero o acompañante. También a los que dirigen retiros los están llamando acompañantes.

         El vocabulario eclesial siempre ha evolucionado. Por ejemplo, dentro de Nuevo Testamento se nota que en el léxico paulino hay palabras que no se encuentran en los evangelios; son las mismas enseñanzas, pero no el mismo lenguaje. Luego en tiempos ya patrísticos vemos cómo los primeros concilios incorporaron los conceptos de “naturaleza”, “persona” y sustancia”; de aquella época data el imperecedero “consusbstancial”.

         Debe discernirse la evolución del vocabulario en la Iglesia. Se aceptan nuevos términos si obedecen a una lectura evangélica de los signos de los tiempos, es decir, si lo requiere la debida inculturación del evangelio de acuerdo a tiempos y lugares. Pero deben evitarse vocablos que provengan de ideologías ajenas al espíritu de Jesucristo.

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