No solo ver, también hay que escuchar

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Una luz deslumbrante y una pala­bra, en el escenario de una montaña, son los signos que destacan en el cua­dro de la transfiguración del Señor. Un anticipo de la gloria que le espera después que atraviese el trayecto doloroso de la cruz. En efecto, este relato aparece en los evangelios en el contexto de los anuncios que hace Jesús de su pasión, muerte y resurrección, cuando va de camino hacia Jerusalén.

Como sabemos, la montaña es, en muchas culturas, el lugar donde se da el encuentro del hombre con Dios. Si nos vamos al Antiguo Testamento este detalle aparece repetidamente. Muchos hombres de Dios tienen en­cuentros decisivos con él en la cima de una montaña; pensemos en Abra­ham en el Moriá, Moisés en el Sinaí, Elías en el Horeb. En el Nuevo Testa­mento, además de la montaña de la transfiguración, la cual se identifica con el Monte Tabor, tenemos el mon­te de las tentaciones, el de las bie­naventuranzas, el calvario. La montaña es señalada por los evangelistas como el lugar privilegiado para Jesús orar al Padre. La montaña nos da la sensación de que estamos más cerca del cielo, de que podemos tocarlo con nuestras propias manos.

Tal vez sea esa sensación la que llevó a Pedro a querer eternizar ese momento. Quiere saltarse la pasión y la muerte para disfrutar, sin contra­tiempo, de la gloria de la resurrección. Con su propuesta de construir tres tiendas el apóstol quiere capturar aquel momento con el fin de que dure para siempre. ¡Qué humano es Pedro! ¡Cuánto se parece a nosotros! Los momentos de gloria quisiéramos que no desaparecieran nunca.

Volvamos nuevamente nuestra mi­rada hacia Jesús. Todo ocurre mientras Él oraba. He ahí una de las características que identifican al Jesús lucano: siempre que algo importante va a ocurrir en su vida y ministerio nos lo encontramos orando. Es en ese contexto de oración profunda que “su rostro cambió de aspecto y sus vesti­duras se volvieron de una blancura deslumbrante”. Estamos ante el poder transformador de la oración. Todo encuentro con Dios tiene ese efecto. Criterio importante para evaluar la calidad de nuestra oración.

Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías. Ellos representan lo antiguo, la Ley y los profetas; esto es, el Antiguo Testamento. En adelante no será a ellos a quienes habrán de escuchar, sino a quien es la palabra del Padre hecha carne: Jesús. Es lo que reco­mienda la voz que viene del cielo: “Este es mi hijo, el Elegido, escú­chenlo”. Y el evangelista no pierde la oportunidad de resaltar este elemento, pues enseguida añade: “Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo”. Moisés y Elías han desaparecido para dejar paso al Hijo de Dios y su mensaje.

La transfiguración es un aconteci­miento visual y auditivo, donde lo primero rápidamente es desplazado por lo segundo. Pedro quiso quedarse solo con lo visual. Su propuesta de quedarse allí surge después de ver la vestidura deslumbrante de su maestro y a los dos hombres veterotestamentarios junto a él; pero el ver debe dar paso al escuchar. Lo percibido por la mirada podría despertar en nosotros la presunción de que lo captado es fruto de nuestro esfuerzo; por el contrario, la audición siempre nos da la idea de receptividad; la voz del Otro es algo que nos llega e invade nuestra subjetividad. Con la vista quisiéra­mos bebernos la realidad; por los oídos dejamos que el misterio penetre nuestra vida. Por eso Pedro y sus compañeros habrán de pasar del ver al escuchar. Solo así el misterio de Jesús los empapará por completo.

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