Monseñor Enmanuele Clarizio Conciliador eficaz en nuestras desavenencias patrias

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ÚLTIMA PARTE

Los párrafos finales del crítico discurso Juan Bolívar Díaz ante el Cardenal Silva Henríquez, Mon­señor Clarizio y demás dignatarios fueron los siguientes:

 

“Es hora de terminar de ponernos claros. Que ellos vean en noso­tros lo que ya han empezado a ver: sus auténticos hermanos, sus de­fensores. Es que excelencias, es que hermanos: ¿se puede condenar la prostitución sin atacar los males que la producen? No, de ninguna manera, hay que atacar los males en sus raíces. Nosotros no pode­mos seguir poniendo remedios y paños tibios. Es insinceridad, como lo sería también Villa Nazaret sin otras medidas. Porque también se llama insinceridad cuidar de gran­des y hermosos templos de piedra y mármol cuando se ignoran los templos sagrados del Espíritu Santo.

Nos preocupa que las oligarquías exploten a generaciones de sacerdotes generosos y de religio­sas sacrificadas en la educación de sus hijos, que luego pasan a continuar la explotación de las grandes mayorías. Mientras las inmensas masas de hombres y mujeres permanecen alejados de la Iglesia.

Nos mortifica, en fin, que un movimiento de renovación espiritual y moral, como los cursillos de cristiandad, no pueda ser puesto al alcance del pueblo. ¿Y por qué no puede ser puesto al alcance del pueblo? Quizás porque el pueblo no construye nuevas iglesias. Ni construye para levantar otra escue­lita, que al fin no resolverá ningún problema.

Nos preocupa que nuestras organizaciones no hayan tenido voz en los Congresos, quizás por­que no están formadas por “hombres importantes” o por intelectua­les” que según dicen ellos, son los que van a salvar al pueblo. Se dirá que sí participamos. Pero en masas. En el cuerpo de orden, no con voz activa como nosotros pedimos. Porque hasta hoy no sabíamos si este acto, que no se quiso poner en el programa, se iba a realizar.

Hay muchas cosas más que decir, pero no queremos gastar sus paciencias. Nosotros jóvenes cató­licos organizados, tenemos la res­ponsabilidad de cumplir una misión histórica. No podemos fallar, si fallamos el pecado de ellos se nos imputará a nosotros.

Por lo tanto, nuestro primer paso, es la “auto-revolución”. Ya lo hemos dicho: lo que procede a la revolución es la autorenovación. Vencer nuestros y ayudarnos unos a otros a superarnos, en la dura tarea de la reconquista de la Igle­sia. Por lo demás esperamos la voz de sus excelencias. ¡Dios hable en ellos!”.

Aquel encendido discurso mostraba otra cara de la iglesia y de los jóvenes dominicanos. En principio, no sería del agrado de los digna­tarios presentes, incluído Clarizio, dada la alusión que en el mismo se hacía a Villa Naza­ret y a la Basílica de Higüey; no obstante, pasado el momentáneo impasse, de seguro meditaría con más serenidad en torno al mensaje subyacente a aque­lla postura de un joven cristiano de talante crítico, por cuya voz se expresaron muchos de su generación y en sentido ge­neral la voz de los laicos que clamaban por una iglesia más cercana y más profética.

Semanas después estallaría el cruento conflicto de abril de 1965 en el que Clarizio jugaría destacado papel, como ya se ha puesto de relieve en anteriores entregas. Su­friría ataques e incomprensiones de uno y otro bando, pero especialmente del sector conservador identificado con los militares de San Isidro, encabezados por Máximo Fiallo, organizador de los piquetes frente a la Nunciatura.

Fue de hecho el mismo Fiallo, quien le pidió mediar para poner la libertad al Dr. Alcibiades Espinosa y seguidores luego de su fallido intento de derrocar al presidente interino Dr. Héctor García Godoy.

Pero no menos incomprendido sería su “polémica actuación”, como lo definiera el periodista José de Broucker, al asumir un fuerte y decidido liderazgo eclesial en mo­mentos delicados en que aún precisaba la iglesia dominicana y sus pastores de mayor cohesión y espíritu de cuerpo.

Estuvo  entre nosotros hasta los meses iniciales de 1966 para luego asumir funciones de representación en Canadá.

 

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