Miembro del Equipo Sacerdotal de la Zona Pastoral de Imbert

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Una vez ordenado presbítero, fui destinado por el Obispo al Equipo Sacerdotal de la zona pastoral de Imbert, Puerto Plata, coordinado por el padre Juan de la Cruz Batista, e integrado, además, por los padres Tobías Cruz y Timoteo González. La Zona Pastoral incluía Luperón, Alta­mira, Mamey (Los Hidalgos) e Im­bert, cuatro parroquias que por lo menos se han duplicado.

Al lado de la casa curial de Imbert encontramos a la familia Parra, servidora fiel de la Iglesia, especialmente las profesoras Nidia y Sofía. Tam­bién, no lejos de la Iglesia, a José Ca­ridad Sención, Félix Sención y An­drea, Doña Enobis Cabrera y su hija Norma, Eugenia Sención, hermana del querido Eduardo Sención, compañero de Seminario. Así como Casi­mira Silverio, su esposo Baldomero Trejo y toda su familia. Doña Patria Vda. Alcántara, Lucía Henríquez y familia, Doña Campy, la profesora Cocó y Joaquín Trejo y familia. Cla­ra (Kary) y Digna Ureña. Y muchos más… ¡Cuánta gente buena puso Dios en nuestro camino!

Al llegar, los padres me hicieron algunas novatadas, pero nos llevamos bien, gracias a Dios. Sólo llamé la atención al padre Batista una vez. Llegué del campo que, según lo programado debía visitar yo, comí y, cuando voy a recostarme me dicen que me tocaba otro campo. Sólo le dije: “Así no funciono yo. Díganme con tiempo lo que me toca”. Y nunca más hubo ninguna desavenencia entre nosotros.

En una ocasión se fueron de vacaciones, o algo así, y me quedé solo. De viernes a domingo celebré once Misas. Semejante maratón no me ha tocado más.

En otra ocasión fui a celebrar misa en La Isabela, Puerto Plata. Había también unos bautizos. No re­cuerdo los detalles. Solo que uno de los padrinos estaba notablemente bo­rracho, y no le permití apadrinar el Bautizo. Parece que logré celebrar el sacramento. Lo cierto es que, cuando ya me encontraba en la sacristía escuché al hombre embriagado preguntando con voz tremenda: “Dónde está el cura ese…”. Los que estaban en la sacristía me recomendaron “ha­cer mutis” por donde pudiera. Gra­cias a Dios, la sacristía tenía una pe­queña puerta hacia el patio de la iglesia, y por ella escapé lo más pronto que pude. Creo que aunque hubiera habido solo una ventana, por ella me hubiera lanzado. Ya no recuerdo si otras veces me pasó algo semejante, pues comúnmente el sacerdote era respetado por todos en las zonas en donde ejercí el ministerio. Por los lados de mi casa en Licey Moca, ni se diga; todavía me impresiona re­cordar que yo era solo un adolescente cuando ingresé al Seminario, y hasta los hombres mayores se quitaban el sombrero o la gorra cuando me veían. Qué indigno me sentía y me siento (pues todavía lo hacen). Pero, después de todo, consuela saber que lo hacen por respeto al Señor, al cual me asocian.

Un domingo por la tarde se presentaron unas personas a la casa cu­rial, diciendo que el Padre Timoteo había quedado de ir a bendecir una cafetería. Pensé que, de ser así, debía yo suplirlo. Como era cerca, a la en­trada de Imbert, me fui detrás de ellas. Me revestí y me dispuse a echar la bendición. Había botellas de ron por todas partes, pues no era tal cafetería. Eché mi bendición y me fui. Pero antes, me dieron cien dóla­res, que entregué religiosamente al administrador (P. Batista). Así vivía­mos; cada sacerdote tenía asignado un modesto salario y ¡éramos felices con poco! Creo que esta es una de las mayores gracias de mi sacerdocio: no acumular tesoros para la polilla. Volví, pues, a la casa curial –después de la bendición– y cuando llegó el padre Timoteo, me dijo que él no ha­bía hecho ningún compromiso. Pero lo chistoso está en que luego, los jó­venes bromeaban conmigo, diciéndome que si yo no había ido a verme en la cafetería, pues mi foto, del mo­mento de la aspersión, estaba colgada entre las botellas de ron. Estos jóvenes pertenecían al grupo de pastoral juvenil de Imbert (los había también en las otras parroquias); a él pertenecían Naly, Grimilda, Margarita Bretón, Quilvio Cabrera, Licelot, varios de los Sención y tanta gente inolvidable. En el grupo de Altamira estaban José Luis Santos y sus hermanos, Benita Frías y sus hermanos, Ivelisse Vargas, las hermanas Reyes Rodríguez (Icelsa…) y muchos más. En Los Hidalgos capitaneaba el gru­po el profesor Eddy, con Domingo, además de Luisito, Carmen y Ana Núñez… En Luperón, Héctor Villamán, los Morrobel, los González y tantos más. Con el padre Timoteo me pasaron varias cosas. Una tarde hicimos una ruta hacia La Isabela. Él ­celebraría en Laguna Grande, y yo seguiría hacia Gregorio o Rancho Manuel, para recogerlo de regreso y seguir hacia Imbert. Le dije que no tardaría, pues había fijado para esa noche la celebración de una misa en Barrabás (poco más allá de Imbert; no había misa fija en ese lugar, pero yo iba con la catequista, me parece que Cándida, por ver si la comunidad se levantaba un poco). De regreso me detuve en Laguna Grande a recoger al P. Timoteo. Pregunté por él en un colmadito. Me dijeron que había terminado, pero que se había ido caminando por un callejón, hacia el norte. Pregunté si más adelante había otra salida de ese lugar y, al decirme que sí, me fui a esperar allá. Pero el padre no apareció. Volví hacia atrás, a la boca del callejón por donde se había marchado. Finalmente apareció, muy satisfecho: se había puesto a ordeñar unas vacas, y hubo que prepararle chocolate. Pueden imaginarse de qué humor estaría yo. Salimos entonces como un bólido, a fin de dejar al padre en la casa curial de Imbert (supongo que unos 30  ó 40 kms.) y continuar yo –aunque tarde– hacia Barrabás.

 

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