Miembro del Equipo Sacerdotal de la Zona Pastoral de Imbert

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Los de la Zona de Imbert fueron tiempos memorables. ¡Cuánta tierra, y cuánta gente buena puso Dios en nuestro camino! Nosotros corríamos por todos lados, tratando de dar abasto. ¡Éramos jóvenes! (Unos más que otros…). Me impresionaron mucho las montañas. Subí al Diego de Ocampo a pie desde El Corozo, de Altamira; salimos a las doce del día. Había llovido, por lo que tuve que auxiliarme de un palo, como un bastón, para poder subir. Hacía frío en la cima. Nos acompañó un grupo de personas de El Corozo; todos expertos en estos caminos; había una joven algo delgada que pensé que no llegaría. Fue la primera en arribar a la cima.

Al bajar de El Corozo, tenía yo reunión con el grupo de jóvenes de Altamira. Llegué, me senté a la entrada del saloncito y dije: “El que quiera reunión que se acerque.” Y es que casi no podía moverme, debido a la fatiga por la caminata.

Como Dios me ayudó llegué a Imbert. Herví agua y le eché mucha sal, y me di un baño al estilo anti­guo. Al día siguiente amanecí como nuevo; sólo me dolía un poco el brazo derecho, debido a la fuerza que hice con el bastón.

También subí varias veces al Isabel de Torres: en teleférico, a pie, en camioneta… Hubo veces que me fui, algún domingo por la tardecita,  por los lados de El Cupey, a leer y escuchar algo de música. Por ahí visitaba la familia de Nepo Cid y otras familias del mismo apellido. Todos eran muy amables con los sacerdotes.

Varias veces fui con grupos de jóvenes a La Majagua; en el charco llamado El Ataúd, ahí bebió mucha agua el padre Timoteo; ese día llegó a la casa curial muy callado, pero lo supimos por otra vía. Estos charcos eran preciosos y en ellos el clima era más fresco, incluso en el verano. Ahí conocí yo al jovencito Pedro Pablo Trejo, que luego sería sacerdote. Lo único que lamento de las visitas a La Majagua es que un día encontré una piedra de lodo petrificado, con muchas ramitas de helecho incrustadas; como era de buen tamaño no la tomé. Supongo que se iría con alguna crecida del pequeño río. Había también casi un árbol completo, petrificado.

La particularidad de estos charcos es que, con el tiempo, los cavó el río en la peña. Por eso, El Ataúd tenía forma de rectángulo encajonado por las paredes. Arriba se veían los árboles, y al nadarlo no había de dónde agarrarse.

Otro día fui con el grupo de jóve­nes al charco llamado De La India, creo que formado en el río Obispo. Tenía agua de varias temperaturas, según la profundidad. Yo andaba con unos viejos tenis Campeón y uno de ellos estaba roto. Al caminar, me despellejó el pie. En la casa de Grimilda me ofrecieron unas chancletas, pero les dije que estaba bien y les di las gracias.

En el charco nos lanzábamos desde arriba de una roca; en mi pri­mer intento olvidé recoger los brazos y me di buen golpe, pero luego me salió bien; los jóvenes se lanzaban hasta de tres, abrazados.

El pie se me infectó mucho, de modo que iba a celebrar Misa y no podía ponerlo en el piso, por el dolor; en algún lugar tomaba una silla, la ponía detrás del altar o de la mesa, y así podía soportar. Inventé, sin proponérmelo, el estilo litúrgico tipo garza, que a menudo solo afinca un pie en el suelo. Una buena señora me curó la hinchazón con cloromicetín, la medicina para el moquillo de los pollos.

Poco había podido yo aprender a nadar en el río Licey, pues cuando se formaba algún pequeño charco, se llenaba de bañistas. Mi intento más serio de natación ocurrió en La Ventana de San José de las Matas, un lugar encantador. Había mucha roca en el lugar; una de ella había formado una especie de arco por debajo del que pasaba el agua del río. Los jóvenes se subían en el bor­de exterior del arco y se lanzaban al río. Yo, ni corto ni perezoso, también me lancé, aunque lo hice de pie. Todo iba bien; el charco era profundo y me hundí al caer en él. Asomé la cabeza sobre la superficie tan pronto pude. El problema fue po­nerme en posición horizontal: no supe cómo hacerlo. Por eso, sacaba la cabeza un instante tratando de respirar y de inmediato me hundía. Escuché claro que alguien dijo: “Mira donde va ese bebiendo agua”. Y es verdad, bebí bastante. Gracias a Dios, la corriente era fuerte y, brinqué cuanto pude hasta que el río me llevó a la parte baja en la que pude hacer pie.

Terminé bien cansado de mi pri­mer intento serio de nado. Poco des­pués ya era capaz de ponerme horizontal. Y sin llegar a ser gran nada­dor, aprendí a no dejarme ahogar. En el mar y en piscinas, llegué a disfrutar mucho nadando por debajo del agua, conteniendo la respiración.

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