Memoria conjunta del Hijo y la Madre

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Al ser presentado en el templo, la familia de Jesús no solo cumple la ley,

sino que facilita su encuentro con el pueblo de Dios.

La fiesta de la Presentación del Señor, la cual celebramos este do­mingo, ha venido a llamarse también de la Purificación de la Santí­sima Virgen María. El Evangelio que se propone para este día da cuenta de esto último: “Cuando llegó el tiempo de la purifica­ción…”. Se refiere a la purificación de la madre, a los cuarenta días de haber dado a luz al hijo. No obstan­te, ha sido el primer nombre, la Pre­sentación del Señor, el que ha pre­valecido hasta nuestros días.

Se le ha llamado, además, fiesta de la Candelaria, por el rito de bendición y encendido de los cirios que da apertura a la celebración litúr­gica. Este signo tuvo su origen posiblemente en Jerusalén hacia el siglo IV y viene a ser la re-presentación litúrgica de lo dicho por el anciano Simeón acerca del Niño: “luz para alumbrar a las naciones”.

Como es una fiesta donde Jesús se encuentra con su pueblo en la persona de Si­meón, en la liturgia oriental se le ha venido a llamar fiesta del “En­cuentro”. Al ser presentado en el templo, la familia de Jesús no solo cumple la ley, sino que facilita su encuentro con el pueblo de Dios.

Por ahora quedémonos con los dos acontecimientos que pretende recoger esta fiesta, según lo narrado por el evangelista Lucas: la purificación de la madre (María), prevista por la ley en Levítico 12, 2-8; y la presentación del recién nacido (Jesús) en el Templo, prescrita en Éxodo 13, 11-16. Esta unidad indi­soluble (“memoria conjunta del hijo y la madre”) queda recogida en las palabras que Simeón dirige a María en el momento de presentar a su hijo: “Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Con estas palabras la suerte del hijo queda irremediablemente vinculada a los sentimientos de la madre. Ella participará y sufrirá como nadie más las experiencias dolorosas de su hijo. La sombra de la cruz se pro­yecta sobre el cántico jubiloso que proclama Simeón. Aunque sin ahogar el canto.

El anciano Simeón aparece en el relato como el que espera y el que ve. “Aguardaba el consuelo de Israel” y “no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor […] mis ojos han visto a tu Salvador”, nos dice el texto. Es un creyente que nunca ha renunciado a su esperanza de que Dios se haga cercano… has­ta que lo ve. Ve cumplidas sus ex­pectativas en el Niño que sostiene en sus brazos. Esta intuición le vie­ne dada por la presencia del Espí­ritu Santo en él.

Tres notas resaltan al respecto: “el Espíritu Santo mo­raba en él”; “había recibido un oráculo del Espíritu Santo”; “im­pulsado por el Espíritu Santo, fue al templo”. No es de extrañar, por consiguiente, que sea descrito como un hombre justo y piadoso.

Por su parte, María y José aparecen en este relato como una pareja de judíos piadosos que cumple cabalmente la ley de Dios. Ellos aparecen en el relato de la Presen­tación del Señor cumpliendo con el mandato de presentar a Dios la primicia de los frutos cosechados. También la vida de su hijo es una primicia (“el fruto de tu vientre”, le rezamos en el Ave María), un don de Dios, que debe ser consagrado a él para recibir de su bondad la bendición. Esta fiesta de hoy, nos re­cuerda, por lo tanto, que toda creatura pertenece a Dios. Una pertenencia que no la arranca de este mundo, sino que permite vivir como pertenencia de Dios en medio del mundo.

 

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