Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: “Violencia”, proclamando: “Destrucción”. La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: “No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre”; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía. (Jeremías, 20-7-9)

Son los primeros dos versículos, excepcionales por demás, de la última de las llamadas “confesiones de Jeremía”, un grupo de textos escritos en primera persona (lo que no quiere decir que los haya escrito el propio Jeremías, cosa que tampoco importa ahora) que nos revelan los sentimientos y pesares del profeta. El lamento y la queja es la constante que subyace a todas ellas. Consideradas por algunos “un itinerario espiritual” y por otros “un viacrucis interior”. En todo caso, nos sitúan ante un desbordamiento del alma, la lucha dramática de un hombre que, habiendo sido seducido, no sabe en el lío que se ha metido.

Estos primeros versículos recogen el espíritu de las cinco (¿o seis?) confesiones que aparecen en el libro, un itinerario que comenzó en el capítulo 11 y llega a su cumbre y término aquí, en nuestro texto de hoy. Jeremías aparece aquí inmerso en un mar de dolor. Pero un mar incontenido, el dolor lo llena todo: la relación del profeta con Dios y con su palabra, su relación con las demás personas, incluso su relación consigo mismo. El agua que desborda ese mar es como la lava de una erupción volcánica. Fuego que quema. Irresistible. Solo queda la acusación, el lamento y el desahogo. 

El profeta ha sido llamado para una misión irresistible: “me sedujiste”, “me forzaste”, “me pudiste”. Estamos ante lo irresistible de la vocación profética. Y saca a relucir su libertad y voluntad: “me dejé seducir”. Bello retrato de la relación del profeta con Dios. Vive el profeta en su corazón sentimientos contradictorios, tal como ocurre en todo ser humano. El verbo que se ha traducido por seducir (patah, en hebreo) es el mismo que se utiliza para describir la forma como el varón de experiencia busca conquistar a una mujer joven. Jeremías ha sido conquistado por Dios y este ha terminado entregándose a una misión que lo sobrepasa. El enamoramiento y la atracción erótica se dejan sentir cuando nos acercamos a este testimonio. Dios ha sido un seductor astuto que ha conquistado, no sin insistencia, el corazón del profeta. ¿Se siente el profeta engañado por Dios o estamos ante una de las cumbres de la mística veterotestamentaria?

Jeremías no quiere ser profeta, pero la llamada de Dios se enquista en él como una pulsión que lo arrastra. La seducción de Dios es más fuerte que su humana voluntad, lo que no quiere decir que no haya, en última instancia, asentimiento por parte del profeta. Dios es como el loco enamorado que insiste una y otra vez hasta que logra la respuesta afirmada de la mujer que lo atrae. El “me dejé seducir” revela su parte en la decisión. Él también tiene parte de culpa en lo que le está pasando. Bien podríamos decirle: “¿para qué te metiste en eso?”. Es cierto que Dios ha sido un insistente enamorado, pero no es menos cierto que Jeremías es quien finalmente le dice que sí a su llamada. Dios lo ha arrastrado hasta allí, pero el profeta está donde quiere estar. ¿Acaso la insistencia del enamorado es una violación a la voluntad de la amada?

Luego viene el mensaje que debe proclamar. El escarnio y el dolor no se hacen esperar a consecuencia del mensaje que comunica. La palabra quema en un doble sentido. Si se la guarda quema el interior del profeta, si la expone quema los sentimientos de la gente. ¡Vaya dilema del ser profeta! La misión de anunciar la palabra de Dios lleva emparejado el padecimiento, sea que se transmita o que se calle.