Monseñor Freddy Bretón Martínez • Arzobispo Metropolitano de Santiago

No dudo que la Virgen Santísima, educadora de nuestro sacerdocio, sea un recurso inmejorable para el cuidado, crecimiento y consolidación vocacional.

¡Cuántos buenos ejemplos de esto tenemos en nuestro clero y en nuestro pueblo! Yo mismo suelo decir que la ternura de esa Madre hace que, por ejemplo en el rezo diario del santo rosario, experimente serenidad y vea disolverse problemas que consideraba enormes o insolubles.

Pero antes que todo está la cercanía del Señor, especialmente en el Santísimo Sacramento.[1]

Sí, por supuesto, alguien puede equivocarse de camino, e incluso llegar al sacerdocio sin vocación para ello. Pero creo que lo que falta comúnmente es coraje. He visto casos de personas vocacionadas que se envuelven sentimentalmente y se dejan arrastrar, abandonando su camino. Y es probable que de ese modo nunca lleguen a saber si tenían vocación o no; si ellos tomaron una decisión o el instinto decidió por ellos. Incluso eso explicaría el hecho de que algunos anden inconformes por ahí.

Por lo que he visto, cuando un sacerdote llega a abandonar su ministerio, ha recorrido un largo trecho de pecado, de deslices y de permisividad, compuestos de detalles de apariencia insignificante. Y el demonio es especialista en restarle significancia a las cosas (Ná é ná, “nada es nada” debería ser su lema). Pero los insignificantes hilos, componen o descomponen la tela; los humildes granitos de arena, arman o desarman el gran edificio…

En cierta ocasión, caminaba por una calle de Bonn, Alemania con un joven sacerdote filipino. Era verano, y noté que los ojos se le iban detrás de las muchachas; como le tenía confianza le dije “Fulano, qué paaasa…”. Me dijo algo así como que no hacía nada, ya que estaban a la vista. Yo le dije, más o menos, que quien estaba a dieta y se embelesaba mucho en los alimentos, terminaría quebrantándola.

A veces se trata de salvar las apariencias. Pero dicen que la sábana del enemigo es muy estrecha… Sé de alguien que se fue al extranjero con su pareja (se supone que mientras más lejos, mejor). Pero no habían regresado al patrio lar, cuando ya la noticia era ampliamente conocida, por la mala o buena suerte de que uno del terruño los vio salir de un hotel. Otro se fue solo a un gran hotel, pero solicitaba comida para dos; uno de los mozos que servían la comida era pariente de un ex seminarista, y etc. etc.

Creo, en fin, que la doble vida es mala para la salud (incluso la salud psíquica). A veces termina en tragedia; y en el país no han faltado lamentables muestras de ello. El que se mete en este torbellino llega hasta a lo irracional; lo que dije de la salud psíquica se cumple cabalmente: hasta se pierde el juicio. Hay actitudes y razonamientos que no tienen otra explicación. Después de todo, se ha comprobado que el pecado es muy bueno para provocar toda suerte de desastres: incoherencia, mentira, insolidaridad… Bastaría con volver a preguntárselo a Adán y a Eva en el ex-jardín del Edén.

Me viene a la mente un diálogo que sostuve con alguien que me dijo que laboraba en un departamento de la ONU. Coincidí con él en un vuelo de conexión hacia Panamá. El funcionario –oriundo de los países árabes– fue enviado a Haití, con motivo del terremoto, y se dirigía hacia Chile, pues acababa de ocurrir lo mismo en ese país. Dentro del diálogo que sostuvimos me preguntó sobre el celibato de los curas católicos. Le dije que así era, hacíamos promesa de vivir célibes. Me preguntó si no lo sustituíamos por otra cosa. Lo pensé un poco y, quizá juzgando por mí mismo, le dije que no.

Después me puse a cavilar, y pensé que la respuesta era justa. Solo me entró algo de duda cuando me pregunté yo si el caso de algún cura obeso no entraría dentro de esta sustitución. Y no es que haya que descartarlo en todos los casos, pero pensé en la cantidad de casados obesos y concluí que la obesidad  no es necesariamente atribuible al celibato. Por ejemplo: conocí a un seminarista que era delgado. Se fue a su país y se Ordenó; al poco tiempo volvió a Rep. Dominicana notablemente obeso. Me sorprendí, y como le tenía confianza le pregunté qué había pasado. Me respondió que la ansiedad le hacía comer compulsivamente. Le habían sucedido algunas cosas que le provocaron mucha tensión. Me viene a la mente que incluso el buen Padre Emiliano Tardif, la última vez que lo vi, en San Cristóbal, noté que tenía el vientre bastante crecido. Luego supe que no era siempre cuidadoso en la ingesta. Pero nadie dirá por eso que el Padre Emiliano no cuidaba su vocación, y pocos dudarán de que la mano de Dios actuaba en él.

[1]    En “mi” casa, mandé hacer una diminuta capilla del Santísimo. Me la construyó el señor Enrique, esposo de la Lic. Cecilia Báez, de Baní; son unos paneles plegables, de caoba; de hecho, me han preguntado que si es un confesonario… Lo cierto es que parece que me estoy poniendo viejo (!), pues más arriba dije que cuando niño construía mi propia casita, tendía un saco en el suelo, y allí pasaba mis ratos de silencio y lectura. Pues ya pedí el suelo: he colocado una alfombrita en el piso, y se ora de lo mejor. Como, si estoy en la casa suelo hacer visitas cortas a determinadas horas del día, me he acordado de algo que escuché acerca de  un obispo. Hacía visitas muy cortas al Santísimo y, en confianza, un sacerdote le preguntó qué le decía al Señor en tan breve tiempo. El obispo le dijo: “Ah, yo hago la oración del indio”. “¿Y cuál es esa,” preguntó el cura. Y el obispo se la recitó: “Señor de tanta bondad / que a los hombres tanto quieres / harto fuñidos nos tienes: / Hágase tu voluntad”.

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