La sabiduría de reconocernos mortales

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Parte 2 y última.

 

Calderón de la Barca en su hermosa como aleccionadora comedia “Los Encantos de la Culpa” dejó plasmada la lucha que se libra en el interior del hombre ante el dilema de intentar prescindir de la muerte en sus proyectos y cálculos o contar con ella al momento de adoptar sus previsiones.

Lo hace tomando como modelo la figura de Ulises, el mítico personaje griego creado por Homero, quien se siente demandado, a su vez, por dos voces contrarias. De un lado le reclama la música (la voz de la tentación) y por otro le llama el entendimiento (la voz de la conciencia), ambas luchando a la vez en fiera disputa por su atención.

 

La música le susurra:

 

“Si quieres gozar florida

Edad entre dulce suerte

Olvídate de la muerte

y acuérdate de la vida”.

 

Consejo al que la conciencia contesta:

 

“Ulises, capitán fuerte

Si quieres dicha crecida

Olvídate de la vida

Y acuérdate de la muerte”.

 

En la voz de la conciencia está presente la sabiduría ancestral que nos hace sabernos mortales. Prueba de ello es la concepción predominante en muchos pensadores antiguos de que la filosofía era, ante todo, “meditatio mortis” (meditación sobre la muerte), pues a decir de Epicuro: “…frente a la muerte todos los hombres habitamos una ciudad sin murallas.”

En la Edad Media se escribió abundantemente sobre la “ buena muerte” y eran moneda al uso los manuales dedicados a aprender a “bien morir”.

En la conciencia oriental siempre ha estado muy viva la conciencia de la finitud como parte de la sabi­duría del vivir. El destacado filósofo francés Luc Ferry daba cuenta hace unos años de este hecho en su valioso libro “El hombre-dios. O el sentido de la vida. Tusquets Editores, 1997), el cual constituye una crítica velada al sentimiento de omni­po­tencia que subyace al hombre moderno.

Para ilustrar la conciencia oriental de la finitud, cita un hermoso pasaje del libro tibetano de la vida y de la muerte, en el cual se narra la historia de Krisha Gotami, una mujer joven que vivía en tiempos de Buda y cuyo hijo de un año le fue arrebatado por una fulminante enfermedad. Presa del dolor, estre­chando entre sus brazos a su amado hijo, Krisha erraba por las calles, implorando a cuantos encontraba que le indicaran algún modo de devolverle la vida. Algunos no le hicieron caso, otros la tomaron por loca, pero al final un sabio varón le aconsejó que acudiera a Buda. Fue, pues, a ver­le, depositó a sus pies el pequeño cuerpo, y le contó su desgracia.

El sabio la escuchó con infinita compasión y le dijo dulcemente: “Sólo hay un remedio para el mal que te ava­salla. Baja a la ciudad y tráeme una se­milla de mostaza hallada en una casa donde jamás haya habido un muerto.

Es la respuesta del sabio advirtiendo que nada en el mundo es permanente. Que el único elemento imperecedero en la tierra es la “no permanencia” misma; el carácter fluctuante y perecedero de todas las cosas.

¿Cómo hemos llegado en el occidente ­actual a esta especie de obsesión por negar, falsificar y hasta cierto punto maquillar la muerte? No existe una respuesta única y mu­cho menos sencilla, pero es sabido que la modernidad es la era del endiosamiento de la razón, el predominio de la individualidad y la instauración del mito del progreso.

¿Qué hacer con el declive si la vocación del hombre es la del progreso?, se pregunta Ferry. Y añade “cuando el porvenir ocupa el lugar del pasado, cuando ya no se trata de obedecer las costumbres de los antiguos sino de construir un hombre nuevo, la vejez ya no es sabiduría sino decadencia”. Es la negación de la finitud y de la muer­te, con todas sus lamentables consecuencias personales y sociales.

 

 

 

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