La Resurrección de Cristo nos salpica

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La resurrección es la res­puesta del Padre a la fidelidad del Hijo. Lo afirma Pedro en el discurso que se nos ofrece este domingo como primera lectu­ra: “…Dios estaba con él… Dios lo resucitó al tercer día…” ¿Podía quedarse aplastado por la muerte quien entregó su vida por mantenerse fiel a la voluntad de su Padre? Si el Viernes Santo es el signo de la fidelidad del Hijo, el Domingo de Resurrección lo es de la fidelidad del Padre. Cuando dos “fidelidades” se encuentran la muerte es una posibilidad y la resurrección una ga­rantía.

Esa es la gran sorpresa que se lleva la Magdalena cuando aún sumergida en la oscuridad de los acontecimientos se acerca al sepulcro al despuntar el alba aquella mañana del pri­mer día de la semana. Con su muerte, Jesús había vencido a la misma muerte. El Padre lo levanta del sepulcro como res­puesta a su decidida acepta­ción de la muerte como elemento integrante de su misión. El Dios de la vida no podía permitir que la muerte tuviera la última palabra para Aquél “que pasó haciendo el bien”; de lo contrario, la maldad se hubiera cebado con el destino aciago del justo.

Quien fija su mirada en el sepulcro solo contemplará un vacío, el vacío de un pasado que ha pretendido despojar de su contenido a la vida. En el reino de la muerte no puede vivir el Señor de la vida. La muerte y la vida no pueden estar bajo el mismo techo; son incapaces de reconciliación.

La Cuaresma ha sido el tiempo para detectar las intenciones de la muerte y su presunción de dominio. La Pascua nos recuerda que la vida es más fuerte que la muerte. Por­que la vida pertenece al campo del amor; la muerte, al de la desesperación. “Amar a al­guien es decirle: tú no morirás para mí”. Frase memorable del gran Gabriel Marcel. El amor es capaz de hacer brotar vida de las entrañas de la misma casa de la muerte. No hay se­pulcro ni losa que contengan un torrente de vida. Mucho menos unas vendas.

Al entrar en el sepulcro, nos dice el Evangelio, Pedro y el otro discípulo lo encontraron vacío y las vendas por el suelo. Son signos de todo aquello que pretende ahogar o atar la vida. Las sombras de la muerte que­dan diluidas en el manantial de luz que envuelve al Resuci­tado. Sepulcro vacío y vendas tiradas por el suelo son el sig­no de la victoria de la vida sobre todas las situaciones de muerte que pretenden mante­nernos encerrados y enredados.

La resurrección es la expresión más sublime de la libertad. No hay peor cárcel que un sepulcro ni cadenas más ho­rrendas que un sudario. De ambos sale Cristo victorioso.

Lo que ha hecho el Padre con el Hijo está dispuesto a hacerlo también con nosotros. Es la buena noticia que nos comunica Pablo en la segunda lectura de este domingo. La resurrección de Jesucristo irradia a sus seguidores. Su victoria es nuestra victoria. Es este el fundamento de la alegría pascual. Así como no tiene sentido celebrar la pasión de otro, sino la propia, lo mismo la resurrección de otro (la de Cristo) tiene sentido para no­sotros en la medida en que so­mos salpicados por ella.

Quien ha compartido la muerte de Jesucristo, viviendo su propia pasión, sin poner en­tre paréntesis el Viernes Santo, hoy puede compartir con Él la alegría de la resurrección. La alegría es más dulce si se comparte y el dolor menos amargo. La alegría que no se comparte es fingimiento, amargura re­vestida de colores y fuegos artificiales. Se destiñe fácilmente y se apaga enseguida.

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