por Eduardo M. Barrios, S.J.

         Desde el 17 de abril hasta el 5 de junio, 2500 millones de cristianos estarán celebrando el tiempo pascual, estación litúrgica centrada en el evento fundante de la fe cristiana, la Resurrección de Jesús. Como bien dijo San Pablo, “Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe” (1Cor 15, 14.17).

      El pasado 8 de abril salió publicado en un periódico de Miami un texto titulado, “La resurrección de Jesús y las preguntas históricas que la rodean”. Su autor responde a esas preguntas negándole toda objetividad histórica al primer misterio glorioso. Se basa en que no hubo testigo humano del instante en que sucedió el paso de Jesús muerto a la vida gloriosa.

      El Cristianismo reconoce que la resurrección fue un evento fronterizo entre el mundo presente y el definitivo. No fue algo filmable u observable. Por eso el poético Pregón Pascual exclama, “¡Feliz noche! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”.

      Pero sí es histórico que la tumba de Jesús quedó vacía a pesar de que había soldados apostados para impedir que los discípulos robasen el cadáver (cfr. Mt. 27,65-66).

      También es cierto que la crucifixión y muerte de Jesús decepcionaron a los discípulos, y que todos pensaban dispersarse para volver a sus quehaceres de siempre. Entre los desilusionados hubo dos que regresaron a su pueblo de Emaús (Lc. 24,13-35).

      Ningún apóstol esperaba volver a ver a Jesús. Cuando Éste comenzó a aparecérseles se negaban a dar crédito a sus ojos, como testimonian todos los evangelistas. Pero Jesús les dio tantas muestras de estar Vivo que acabaron por aceptar lo que veían. Hemos escrito “Vivo” con mayúscula como para indicar que pasó a la Vida con mayúscula, la que no tiene fin y que tiene su consistencia en ese ámbito divino y existencial, no local, que llamamos “cielo”. Jesús no experimentó una resucitación pasajera o temporal, como la que experimentaron Lázaro, el hijo de la viuda de Naím y la hija de Jairo. La resurrección no devolvió a Jesús hacia atrás, hacia su vida terrena, sino hacia adelante o hacia lo alto, es decir, a la vida inmortal y gloriosa.

      Después de Pentecostés, los apóstoles comenzaron su misión, y así nació la Iglesia Cristiana. Predicaban audazmente en términos como éstos: “Se manifestó a nosotros que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos” (Hech 10, 41). A los apóstoles les salió cara la tarea. Lejos de obtener ventajas materiales, sólo consiguieron persecuciones. Todos morirían mártires a excepción de San Juan, que también padeció mucho por su fidelidad apostólica.

      Entre los convertidos al Cristianismo se encontraba un tal Saulo de Tarso, fariseo y acérrimo perseguidor de cristianos. Se convirtió camino de Damasco cuando el Resucitado le salió al encuentro. Una vez convertido, se le conocería como San Pablo, gran apóstol entre los gentiles, o sea, entre los no judíos.

      Y así hasta el día de hoy millones de cristianos están dispuestos a dar la vida por su fe en Cristo Vivo. Entre los cristianos de todos los tiempos siempre ha habido hombres y mujeres de mucha cultura. También ahora hay científicos e intelectuales cristianos que viven en comunión espiritual con el Resucitado. Para los creyentes, la fe no contradice la razón, pero llega hasta donde las ciencias no alcanzan, es decir, hasta lo que sólo se puede saber por revelación divina.

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