Moisés habló al pueblo, diciendo: “Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir.” El Señor me respondió: “Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá.” (Deuteronomio 18, 15-20)

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Al momento de llegar a la tierra prometida los israelitas se encontraron con una serie de figuras que encarnaban a los falsos profetas, un catálogo compuesto por astrólogos, adivinos, nigromantes, vaticinadores. A todos ellos se opondrá Moisés como auténtico mediador entre Dios y el pueblo. Él, como sucede con todo auténtico profeta, recibe de Dios el mensaje que tendrá que transmitir a los israelitas. Esta función profética será la que caracterice a todos los profetas de Israel. Ellos están para transmitir la palabra de Dios, no para proponer un mensaje suyo. La magia y la adivinación también serán cosas ajenas a los auténticos profetas bíblicos. La misma palabra pro-feta ya indica que es alguien que habla la palabra de otro. 

De la mediación profética como la privilegiada en la comunicación de Dios con su pueblo es lo que aparece en el texto que hoy se nos ofrece como primera lectura. Para conocer la voluntad divina Israel no tendrá que acudir a los adivinos, como hacían sus vecinos y los habitantes de la tierra que están por conquistar. Dios mismo les suscitará profetas que harán de mediadores. Ellos son un don de Dios para su pueblo. Por su parte, el profeta tendrá la responsabilidad de transmitir fielmente el mensaje que reciba. Su palabra no será palabra suya, sino la voluntad de Dios. Desde entonces, Israel será un pueblo de profetas. También queda clara cuál será su misión: “Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande”.

Con el paso del tiempo la promesa de un profeta ideal, semejante a Moisés, se interpretó en clave mesiánica y se llegó a considerar que ese profeta futuro sería el Mesías. Esto sirvió a los autores de los evangelios para identificarlo con Jesús. Quien mejor hace esa relectura cristológica tal vez sea el evangelista Juan. Aparecen en su evangelio dos versículos que así lo atestiguan. Al final del relato de la multiplicación de los panes la gente proclama: “Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo” (Jn 6,14).  El segundo aparece en el contexto del discurso del agua viva. La gente reacciona diciendo: “Este es de verdad el profeta” (Jn 7,40). Así como por medio de Moisés se dio el maná al pueblo, y en otra ocasión hizo brotar agua de la roca, así mismo Jesús da el pan a la gente y se presenta como el agua de la vida. Jesús aparece aquí como el pan y el agua de la vida. Es un profeta no solo semejante a Moisés, sino uno que lo sobrepasa.

Pero hay un tercer elemento con el que el evangelista señala a la vez el cumplimiento de la promesa de un profeta como Moisés y que al mismo tiempo lo supera: el conocimiento de Dios. Moisés escucha a Dios y transmite al pueblo lo escuchado. “Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios”, dicen los judíos en la controversia con Jesús por haber curado al ciego de nacimiento el día sábado (Jn 9,29). Por su parte el propio Jesús asegura que es el único que ha visto al Padre y ha estado con él: “A Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1,18; 6,46; 14,9). Según Ex 33,23, Moisés solo pudo ver la espalda de Dios. Su visión de Dios fue limitada. Jesús, por su parte, no solo lo ha visto, sino que ha estado con él y ha venido desde donde está él. 

Todo esto no debemos entenderlo bajo la idea de sustitución; Jesús no sustituye a Moisés, sino que está en continuidad con él. Moisés no puede desaparecer porque él permite que accedamos a la identidad de Jesús. Jesús no suprime a Moisés, sino que lo supera. Si a Moisés se revela el nombre de Dios, Jesús es la encarnación del mismo Dios; si Moisés es presentado como amigo de Dios, Jesús es el Hijo de Dios; Moisés es mediador de la Palabra de Dios, Jesús es la Palabra misma de Dios; la pascua de Jesús supera la pascua comandada por Moisés. Con Jesús Dios establece una nueva alianza con su pueblo, quedando obsoleta la hecha con Moisés en el Sinaí.