Sor Verónica De Sousa, fsp

Desde hace unas tres décadas es un tema recurrente la aceptación de sí mismo. En una palabra, autoaceptación.

Esto implica vernos sin prejuicios. Y, en consecuencia, amarnos. Pero ¿qué sucede cuando mi forma de percibirme es diversa a lo que soy realmente? ¿Qué pasa cuando la persona se siente diferente en cuanto a su sexo, a su edad e, incluso, a su realidad como humano? No olvidemos que existen personas que, después de cuarenta años como hombre, con todos sus deberes y derechos, de repente declaran sentirse “una niña de cuatro años atrapada en un cuerpo de hombre de cuarenta”, o “un perro atrapado en un cuerpo humano”. Antes, estas personas eran ayudadas a identificar su fantasía y reconectarse con su realidad. Un proceso lento, doloroso, fatigoso, no siempre 100% logrado. Pero se comprendía que estábamos ante una fantasía nada sana, que no permite a la persona ser quien realmente es e interactuar con el entorno. Actualmente, solo se pide evitar, a toda costa, que quien padece esta situación sufra ansiedad y que la vea como normal. “La naturaleza no importa. Solo interesa lo que sientes”.

Este es uno de los postulados de la ideología de género. En ellos, la “humanidad” supera la naturaleza. Por ende, ellos aseguran que la naturaleza debe ser sometida, y si estorba, debe desaparecer. Las diferencias, bandera de estos movimientos sociales, en el fondo no son acogidas, como pregonan, sino eliminadas, pues cualquier diferencia es sospechosa de tiranía: “una idea pasada de generación en generación” para someter a las mujeres y, por ello, tiene que ser cambiada. En estos grupos, la verdad no es un valor fuerte, enraizado, absoluto, sino ambiguo, útil si conviene al discurso del movimiento. Como dice Amedeo Cencini, especialista en el área, “ante la ausencia de valores fuertes prevalecen valores perversos”.

Mantener posturas semejantes contradice nuestra experiencia de fe. Como cristianos, sabemos que nuestro espíritu se encarna en nuestro cuerpo que, necesariamente, es femenino o masculino. Esta unidad indivisible entre cuerpo y espíritu hace que los seres humanos seamos en nuestra totalidad hombres o mujeres. Esta diferencia entre hombre y mujer la experimentamos como una relación de complementariedad recíproca con igual dignidad. San Juan Pablo II llamaba a eso “la antropología adecuada”. 

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